Refresar
Por José LuísPeixoto
“A aquella hora, al atravesar la ciudad, el río abdicaba de cualquier impaciencia que pudiese expresar en otros puntos de su camino.”
Haga scroll para obtener más información sobre el autor
En 2001, el Premio Literario José Saramago fue atribuido a Nadie nos Mira, la primera novela de un autor con tan solo 27 años: José Luís Peixoto.
Desde entonces, ha escrito numerosos libros, que han sido objeto de incontables traducciones a las más diversas lenguas. El reconocimiento del público y de la crítica le ha consagrado como uno de los autores más destacados de la literatura portuguesa de nuestros días. “Contarme a mí mismo a través del otro y contar al otro a través de mí mismo, eso es la literatura.” Esta afirmación pertenece a la novela Autobiografía, una ficción protagonizada por José Saramago, a quien introduce como personaje en su propia obra, reconociendo así la huella que le había dejado el autor de Memorial del Convento.
En este Viaje a Portugal Revisited, José Luís Peixoto regresa a los caminos que recorrió José Saramago, aportando una mirada nueva, siempre atenta a lo que ha cambiado y a lo que permanece inalterado. Prestando especial atención al patrimonio, a la naturaleza y a la cultura, cada alto en el camino servirá como punto de partida hacia paisajes literarios que nos cuentan a nosotros mismos a través de Portugal.
Para escuchar a José Luís Peixoto leer un pasaje sobre Tomar y Constância, del capítulo “Entre Mondego e Sado, parar em todo o lado” del libro Viagem a Portugal, de José Saramago.
Entre Mondego y Sado, parar en todas partes
Una isla, dos islas
Por la orillita del Tajo le gustaría seguir al viajero, pero la carretera vapor dentro, y sólo más allá, pasado, Montalvo, se aproxima, para ofrecer, en vez de uno, dos ríos. Es Constância la hermosa, más hermosa aún cuando se ve desde la otra orilla, en su magnífico anfiteatro, acastilladas las casas cuesta arriba hasta la iglesia de Nossa Senhora dos Milagres, que es la parroquial. Para llegar hasta allí, precisa el viajero buenas piernas y huelgos largos. Pero este tiempo de clara primavera llena la calzada de un perfume absoluto de rosas, y ni se siente la aspereza de la subida.
Esta iglesia, por el tipo de estatuaria, recuerda ciertas iglesias barrocas italianas y, singularmente, el efecto es acentuado por la pintura del techo, obra de José Malhoa, que muestra a Nuestra Señora de Buen Viaje bendiciendo la unión del Tajo y el Zêzere, con lo cual esta obra se muestra mucho menos naturalista de lo que prometía su vocabulario de escuela. Al pintar este techo, Malhoa se dejó influir por lo que lo envolvía. El viajero apreció los bajorrelieves seiscentistas de madera que vinieron de la ermita de Santa Ana, y en particular, por lo pintoresco de la situación, generalmente representada con circunstancial solemnidad, el Bautismo de Cristo, que, aceptando en primer plano la representación convencional, muestra, el fondo, el momento anterior, es decir, a San Juan Bautista sentado, quitándose las botas, y a Cristo quitándose la túnica por la cabeza, desnudo del torso abajo, aunque discretamente encubierto el cuerpo para garantizar la conveniente ocultación. Es una maravilla de gracia, estos muchachos que van a bañarse al río en una tarde de calor, así mostrados, claramente, con la simplicidad del gesto y de un gusto natural de vivir.
EI viajero bajó hasta el río, intentó refrescarse en A Flor do Tejo, casa de comidas ribereña bajo tejadillo de cañizo y follaje, como en los merenderos se usan, pero el chiquillo de la casa, infante de cuatro meses, no estaba bien de la barriga y lloraba sin remisión, y el viajero pensó que mejor sería dejar el refresco para otro día e ir ahora a la casa de Camões, que queda un poco más allá. Es lo que dicen, y tanto puede ser verdad como no serlo. Al viajero, hijo de este río, le gusta pensar que, por estas márgenes, entre los abuelos de estos sauces, paseó Luis Vaz de Camões, curtiendo o no sus pesares por Caterina. Al fin, ¿qué error histórico se practicaría levantando es les paredes, reconstruyendo aquí una casa provinciana del siglo XVI, con las obras del poeta, retratos tan dudosos como la casa seguiría siendo, vistas de la antigua villa de Punhete, si las hay? No será mayor este eror que el de decir. “Dentro de este sepulcro están los huesos de Luis de Camões”, como ingenuamente creerá en los Jerónimos de Lisboa quien contemple el cenotafio. Tanto merece Constância tener su Camões como cada uno de nosotros el nuestro. Y el viajero tiene que confesar que, al contemplar esta ruina, vio, con sus propios ojos, la figura de Luís Vaz de Camões bajando las Escadinhas do Tem-te-Bem, con el aire de quien iba a componer unos poemas a la orilla del río.
EI viajero, cuando en Abrantes se declaró poco sabedor de cuarteles generales, creía aún poder ocultar que nada entiende de artes militares, pero ahora, ante el castillo de Almourol, viéndolo desde esta orilla donde, a la sombra de los olivos, hay soldados refocilándose y leyendo fotonovelas, considera, en su definitiva ignorancia que esta fortificación no debe de haber servido de mucho a Gualdim Pais y a quienes después vinieron. ¿Qué defendía el castillo? Aguas arriba o aguas abajo, pasarían los moros en batel si no hay vanos practicables y estando, como está, desguarnecida la orilla norte; y en un cerco en buena y debida forma, impedidos los sitiados de bajar a pescar mureles al río, poca resistencia iba a haber allá dentro, en cuanto empezara a faltarles harina para las hogazas. Pero el castillo está aquí, obra de piedra y fuerza, y su presencia afirma su necesidad. Entonces, el viajero acabará por ceder, con la mental reserva de que no sería tanto el objetivo militar, sino la precisión de abrigo, lo que convertía a este castillito en blanco de batallas de mandoble y virotón. Abundan del lado de allá los descampados, imaginemos lo que sería entonces. El viajero no atravesó el río: con raras excepciones, los castillos se ven mejor desde fuera, y éste, mejor que cualquier otro.
No puede entrar en la iglesia de Tancos, rodeada de casas y muros bajos ya de gusto arquitectónico rural ribatejano, pero apreció lo que queda del espíritu renacentista de la construcción, los nichos de la fachada, una Nuestra Señora de la Misericordia que misericordiosamente se conserva, y las decorativas puertas laterales, una de ellas con la fecha, 1685, en el dintel.
Por este camino parece que el viajero va a ir a dar directamente al mar, por Torres Novas y saltando las sierras de Aire y de Candeeiros. Ya llegará hasta allí, en habiendo tempo, pero ahora, después de ir a Atalaia, volverá sobre sus pasos, atravesará otra vez el puente sobre el río Zêzere, y luego irá por la orilla izquierda hasta cruzar el río en Castelo do Bode. Este vaivén es necesario, no fuera a quedar de lado, por estar un poco a trasmano, la bella iglesia de Atalaia, con su fachada, que habrá inspirado quizá la de San Vicente de Abrantes, y el bello interior de magníficos azulejos. Elevada en un extremo de la población, cuyo crecimiento, afortunadamente, la respetó, la iglesia, con sus tres cuerpos reales y cinco aparentes, es una construcción fascinante. Apetece jugar al escondite tras los arcos extremos, eso siente el viajero, animado por el descubrimiento de que la arquitectura, sólo por sí, puede hacer feliz a un hombre.
No puede anotar todo cuanto le agrada. Registrará, pues, y sólo de paso, la belleza de la bóveda nervada de la capilla mayor, el imponente sepulcro barroco a la izquierda, la imagen de una Virgen del siglo XIV, atribuida a Diogo Pires, el Viejo, y, cumplida esta obligación, sólo tendrá ojos para admirables azulejos, sobre todo, ah, sobre todo para los paneles polícromos que adornan los entablamentos de la nave central, y que representan escenas bíblicas: La Creación del Mundo, El Pecado Original, La Expulsión del Paraíso, Caín y Abel, El Diluvio, La Entrada de los Animales en el Arca. (...)
No está lejos Tomar, y por eso, estando el día tan hermoso como está, decide el viajero meterse por la Beberriqueirra, recorrer los bosques de esta orilla del Zêzere hasta alcanzar, la Sierra, y, más allá, otra vez el embalse. Es una vuelta que sirve de gran consuelo a los ojos, con amplias vistas sobre la lozanía de los árboles, una luz blanda que se filtra por los ramajes, basta esto, para hacer feliz a un viajero.
Cuando baja a la orilla, tiene delante de los ojos la isla do Lombo, un Almourol más pequeño, sin castillo, sólo con una breve construcción entre los árboles y un muelle practicable que desde aquí apenas se distingue. En tiempos en que aún no existía el embalse, supone e viajero que el río correría a un lado, y que lo que hoy s isla sería entonces una colina avanzada sobre el lecho. No es que el caso tenga importancia, pero al viajero le gusta entretenerse con estas y otras observaciones. Ahora va navegando sobre límpidas aguas, profundamente verdes, y a medida que se aleja de la orilla se siente liberado de cuidados, de horas puntuales, aunque sean éstas las de su propio placer de viajero. Está retirándose del mundo, entra en el nirvana. Éste es, realmente, el río Leteo, el río del Olvido. Y cuando pone pie en tierra, no puede alejar el pensamiento de que un buen regalo sería el quedarse allí dos días, o veinte, con cama, mesa y ropa lavada, hasta que el mundo de fuera o la inquietud de dentro le tirasen de la oreja, para enseñarle a no huir de las obligaciones.
No estuvo dos horas. Este paisaje de agua y monte alrededor, este lago suizo, este remanso, están fuera de las medidas humanas.: Es una paz-excesiva. Vuelve a la Tierra, viene ahora en un velocísimo barco con motor fueraborda, y eso es también una experiencia agradable las aguas que se apartan a los lados, el rugido de la máquina fue breve este viaje a la isla do Lombo, pero ha valido la pena.
Entra en Tomar por el lado opuesto al castillo de los Templarios. Da, buscando alojamiento, las necesarias vueltas, y, no habiendo hoy tiempo para más, verá sólo la iglesia de San Juan Bautista y la sinagoga. Tiene la iglesia un pórtico manuelino cuya belleza hace más sensible la desnudez de la piedra. La torre de campanas es una pesada masa que se niega a dejarse integrar en la simplicidad exterior del templo. Vale por si, y está allí para afirmarlo.
Esta iglesia de San Juan Bautista es amplia, con sus tres naves de arcos góticos bien lanzados. La nave central, más alta, desahoga todo el espacio, pero el óculo y las ventanas no bastan para romper la penumbra que a esta hora se va imponiendo. Puede, no obstante, el viajero apreciar con tiempo y atención las tablas de Gregorio Lopes. Este pintor regio debía de tener bajo sus órdenes un excelente taller, y también debió de estar dotado de grandes cualidades de maestro y de orientador: lo muestra la unidad de factura de estas y otras tablas, la finura del gusto decorativo, el fácil tránsito del color y del dibujo de tema a tema. La Degollación, de teatral composición en las figuras, tiene un verdadero arrebato plástico en las alabardas oblicuamente erguidas sobre las cabezas.
El púlpito, que se supone es de la misma mano que trazó y ejecutó el pórtico, recuerda, tanto por lo labrado de sus elementos como por la composición general el de la Santa Cruz de Coimbra. Es más trabajo de aurífice que de escultor en piedra. El viajero lo aprecia, pero no queda deslumbrado. Sus gustos, ya lo ha dicho, reclama que se respete la frontera invisible, y por eso tantas veces repasada, tras la que conserva aún la piedra su naturaleza, profunda, la densidad, el peso. La piedra, y ésta es una simple opinión, no debe ser trabajada como estuco, pero como no es (el viajero) de ideas fijas, está dispuesto, a aceptar todas las excepciones y a defenderlas con el mismo calor que emplea en la defensa de lo esculpido contra lo labrado, de la talla contra la labor. De aquí se llevó la tristeza de no poder ver el Bautismo de Cristo, que se encuentra en el baptisterio. Está cerrada la reja, y por mucho que se esfuerce no consigue distinguir más que las botijas de barro del panel de la izquierda, el que representa Las Bodas de Caná. Quedan fuera del alcance de sus ojos el bautismo y la tentación.
El sol va ya por detrás del castillo. El viajero sigue hacia la sinagoga, donde le abre la puerta un viejo alto que podría ser judío, pero no lo muestran sus palabras, y que, exhibiendo una monografía vieja, manoseada y sebosa, cuenta la historia que sabe. El espacio es simple, pero de gran armonía, con su alta bóveda de aristas vivas asentada en cuatro columnas delgadas, pero de exacta sección, y en las ménsulas de las paredes. Pormenor curioso es el de los cántaros, uno en cada rincón, embebidos en la obra de albañilería, y cuya función es mejorar la acústica al aumentar resonancia. Hace el viajero las acostumbradas experiencias, también como de costumbre nada demostrativas Los constructores del teatro griego de Epidauro tenían mejor ciencia en el arte de hacer oír.
Por la noche, fue a cenar al restaurante Beira-Rio. Comió un filete magnífico, histórico, con aquel sabor que, después de haber pasado por todas las sublimidades de la salsa, regresa a lo natural de la carne para así permanecer en la memoria gustativa. Y como un bien nunca va solo, lo atendió un camarero de rostro serio que al sonreír ponía la cara más feliz del mundo, y sonreía muchas veces. La ciudad de Tomar debe colocar en el pecho de este hombre la más alta de sus condecoraciones o encomiendas. A cambio, conténtese con la sonrisa, y va muy bien servida.
Artes del agua y del fuego
(...)
La entrada en el cerco del castillo se nace por una calzada que contornea la elevación en que se asienta la muralla vuelta al este. El viajero sube la calzada sosegadamente, con cierta indiferencia ante los canteros floridos y los arreglos camineros a base de guijo fino. No es que esté radicalmente en contra, pero, si se le pidiera su opinión, votaría de otro modo: es su parecer que entre el envoltorio y lo envuelto debe haber una relación directa que empiece por observar dominadores comunes. La contigüidad de los elementos tiene que respetar la consanguinidad. Parecerán fuera de propósito estas reflexiones aquí, en la explanada de un castillo, pero el viajero sólo va formulando ideas que nascen de lo que ve, y eso es lo que hacen todos si andan con atención a sí mismos.
Aquí está el pórtico de João de Castilho, una de las más magníficas realizaciones plásticas que se hayan acometido en Portugal. En rigor, esta puerta, una escultura, o una simple imagen no pueden explicarse con palabras. No basta siquiera mirar, puesto que los ojos tienen también que aprender a leer las formas. Nada es traducible a otra cosa. Un soneto de Camões no puede ser trasladado a piedra. Ante este pórtico no se puede hacer más que verlo, identificar sus diversos elementos en el campo de los conocimientos de que se dispone, indagar para suplir lo que falta, pero eso será trabajo de cada viajero, no de uno que vea por todos y a todos se lo explique. (...)
El convento de Tomar es el pórtico, es el coro manuelino, es la charola, es la gran ventana, es el claustro. Y es todo lo demás. De todo, lo que más conmueve al viajero por su antigüedad, desde luego, y por su exótica forma octogonal. Sin duda, pero, sobre todo, porque ve en ella una expresión plástica perfecta del santuario, lugar secreto, accesible, pero no expuesto, punto, central y foco alrededor del cual gravitan los fieles y se disponen los figurantes secundarios. La charola, así concebida, es, simultáneamente, sol radiante y ombligo de mundo.
Pero es destino de los soles apagarse, y de los ombligos marchitarse. El tiempo está royendo con sus invisibles y durísimos dientes la charola de Tomar. Hay una decrepitud general que tanto expresa vejez como descuido. Una de las más preciosas joyas artísticas portuguesas se está marchitando, apagándose. O acuden a salvarla rápidamente, o mañana oiremos el habitual coro de alimentaciones tardías. (...)
Para el viajero, el claustro es seco y frío. Digámoslo de otra manera: así como Diogo de Torralva, autor del proyecto, no se reconocía en el manuelino, y aún menos, en el románico y en el gótico, también el viajero, que históricamente asistió y asiste a la sucesión de los gustos y de los estilos, puede, desde su punto de vista hoy, no reconocerse en el neoclásico romanista, y, como está obligado a decir por qué dice que por la frialdad y aspereza de la obra. Es subjetivo esto. Sin duda, lo será. Tiene el viajero derecho a sus subjetividades, y si no lo tuviera, de ningún provecho le sería este viaje, pues viajar no puede ser más que confrontación entre esto y aquello. Tranquilicémonos, pues: rechazos totales, no los hay, como no hay tampoco aceptaciones totales. El viajero deja en el claustro de don João III una pasión: aquellas puertas del piso bajo, entre las columnas, con su ventanal superior, triunfo de la línea recta y de la rigurosa proporción.
De la gran ventana de Tomar ya se ha dicho todo, y probablemente está todo por decir. No esperen que el viajero añada nada, sólo su convicción firme de que el estilo manuelino no sería lo que es si los templos de la India no fueran lo que son. Diogo de Arruda no habrá navegado hasta los parajes del Índico, pero sí es más que seguro que en las naves iban dibujantes que de allí trajeron apuntes, esbozos, calcos: un estilo de ornamentación tan denso como es el manuelino no podía haber nacido, no podía haber sido armado y equipado a la sombra de los olivos lusitanos: el manuelino es un todo cultural cogido en tierra ajena y después elaborado aquí. Perdónense se al viajero estas osadías.
No son ellas, con todo, tantas como deberían ser. Le falta al viajero atrevimiento para sublevar Tomar hasta que encuentre quien le abra la puerta de la ermita de Nossa Senhora da Conceição, que otra vez le sale al camino: el recuerdo del piso bajo del claustro no lo abandona. Si Diogo de Torralva llegó tan lejos aquí dentro, el viajero tendrá que revisar los sentidos de lo frío y de lo áspero que tan libremente ha utilizado. Pero le falta osadía. Venga en domingo, no puedo, tengo que irme ya, pues entonces, tenga paciencia.
Sigue el viajero hacia poniente. De camino, encontrará el acueducto de Pegões Altos, demostración de que la utilidad no es incompatible con la belleza: la repetición de los arcos de vuelta perfecta sobre los arcos quebrados, de mayor luz, aproxima la monumentalidad de la construcción, la hace menos imponente. El arquitecto, por un artificio de diseño, concibió un falso acueducto que sirve de soporte al verdadero, por donde el agua se transporta.
(...)
Quiso el azar que, para llegar al palacio, el viajero siguiese el camino más largo. Menos mal. Pudo así dar la vuelta entera a la población, ver las casas deshabitadas, algunas en ruinas, otras con las ventanas condenadas, y capillas sin imágenes, desnudas, lugares donde hasta las arañas se consumen y enflaquecen. En el nivel superior del monte se han refugiado los últimos habitantes hay cierta animación, niños jugando, un restaurante con locas pretensiones heráldicas, cerrado, para alivio del viajero, que se ha cansado ya de paradores nobles y semejantes fantasías.
El palacio, del que poco más queda que las torres, es una construcción hecha por gigantes. Verdad es que, piedra a piedra, un pueblo de liliputienses puede hacer una torre capaz de llegar al cielo, pero éstas, que tanto no pretenden, dan la impresión de haber sido construidas por brazos de grandes músculos. Poderosos artífices fueron éstos, sin duda, para haber alzado una construcción de características originales, con estos arcos ojivales, estos ornatos de ladrillo, que inmediatamente aligeran la impresión maciza que el conjunto empieza por transmitir. Parece que fueron judíos magrebíes los constructores, los mismos que construyeron luego la sinagoga de Tomar, y también son autores de la cripta de don Alonso, adonde ira después el viajero. Recuerda el viajero el Cristo de Aveiro, probablemente de gente mudéjar, mete en el mismo caldero a cristianos-nueros y árabes convertidos, espera a ver cómo hierven las tradiciones, les nuevas creencias y las contradicciones de unas y otras, y empieza a ver surgir formas diferentes de arte, súbitas mutaciones desgraciadamente integradas antes de su desarrollo pleno. En Tomar la sinagoga, y en Ourém esta cripta y el sepulcro que guarda, más el palacio: ¿adónde nos llevaría el examen de las circunstancias del tiempo, del lugar y de las personas?, esto se pregunta el viajero cuando empieza a descender la empinada calle que lo devuelve a la llanura.»
“Aquel día, el cielo se derramaba en el interior del claustro principal. El sol sobre la piedra, lo efímero sobre lo intemporal, la realidad nítida sobre el pasado, el ahora-ahora sobre la cristalización.”
“El Nabão era un espejo. A aquella hora, al atravesar la ciudad, el río abdicaba de cualquier impaciencia que pudiese expresar en otros puntos de su camino. Allí, condensaba la claridad de la mañana, cielo inmenso sobre Tomar, y presentaba en aquella superficie absoluta, mercurio líquido, espejo surcado por canoas. Esas embarcaciones prestaban colores vivos a la imagen que se apreciaba a partir del Puente Viejo. Los niños que ocupaban el centro de las canoas, brazos o remos, contribuían con sus voces, también ellas cargadas de mañana. Al fondo, el Jardín de la Isleta se encargaba del verde, sauces escurriéndose sobre el Nabão, chopos de temblorosas hojas.
Descendiendo las escaleras del canal (la Levada), escogiendo las puertas correctas, entré en otro mundo. Por dentro, las tejas de la antigua fundición protegían del calor, pero dejaban percibir el acento del sol fuera, lo recortaban con sus propias formas y, de esa manera, extendían un padrón incandescente. Esa suave luminosidad cubría las máquinas. Estaban cansadas de tantos años, tanto metal en brasa. Allí, en aquella mañana de Tomar, les sabía bien el descanso del núcleo museológico. Visitante, quise creer que mi mirada les acariciaba el acero. Está bien, queridas herramientas, máquinas que tanto habéis dado, ahora podéis descansar.
Los tornos mecánicos con motor acoplado, las perforadoras, las prensas y otras máquinas me recordaron los sueños industriales de mi padre. En movimiento, cargamos nuestro propio equipaje, obvia evidencia. Así, me acordé de la manera como mi padre pronunciaba el nombre de esta tierra, Tomar, el modo como lo empleaba en frases. Me acorde incluso de pasar con él frente a la Levada y oír sus explicaciones. Tal vez me hablara de cómo se usaba aquí la energía hidráulica y, también, de cómo la fuerza del río podía ser dirigida y aprovechada. En las explicaciones de mi padre había palabras que eran como correas y roldanas, tal vez semejantes a las que aquí se usaron a lo largo de los siglos, en la molienda, en la fundición, en la central eléctrica.
De regreso a la travesía de una brisa muy ligera, avancé por la calle Serpa Pinto, tiendas a uno y otro lado, comercio familiar. Al lado de la terraza, la puerta abierta del Café Paraíso emanaba otros días, noches tal vez, tiempo sin reloj que lo ciñera, personas frente a frente. En la Plaza de la República, vuelto hacia la estatua de Gualdim de Pais, templario, fundador de la ciudad, de espaldas a la Iglesia de San Juan Bautista, pisando un manto de piedra dibujando rombos, levanté la mirada en busca del Convento de Cristo. Y, de repente, yo mismo estaba allí.
Lo que se suele llamar Convento de Cristo es, en realidad, un conjunto de edificios. Los estilos que presentan bastarían para ilustrar la historia entera de Portugal. Circulando en este espacio, muchos son los visitantes que buscan la ventana del Capítulo, marineros de piedra. Otros vienen por la girola, quieren pronunciar esa palabra en presencia de la misma. Pero no faltan razones para subir a este monte, para hacer resonar el eco de los pasos en estos corredores consagrados. Aquel día, el cielo se derramaba en el interior del claustro principal. El sol sobre la piedra, lo efímero sobre lo intemporal, la realidad nítida sobre el pasado, el ahora-ahora sobre la cristalización.
Estas obras tuvieron comienzo en las primeras décadas de la nacionalidad, se extendieron hasta el siglo XVIII y, en cierto modo, tienen continuidad todavía hoy en el paisaje que se ofrece desde allí arriba. Como un trabajo permanente: la ciudad de Tomar a través de troncos y ramas, la distancia entre el individuo y su presente. Esa es la línea que da inicio a todos los caminos, incluso de las carreteras que salen de Tomar, rodeadas de vegetación, huertos cuidados, pequeñas casas de pequeñas poblaciones. Así llegamos junto al Tajo y, paralelos, seguimos a su lado, también nuestra voluntad comparable a un río. En esa línea, Tancos en una orilla, Arripiado en la otra, un barquero uniéndolas. Más adelante, de paso, asistí a media docena de paracaidistas militares que se lanzaron desde un avión. Flotaron como un espectáculo del cielo, preparación para lo insólito que nos esperaba: un castillo en lo alto de una isla fluvial, como si aquel fuese todo el territorio de su pequeño país.
Un mundo simétrico, reflejado en las aguas, también el Tajo es un espejo. De ese modo, todo el escenario que rodea el castillo le pertenece. Nos desplazamos al castillo de Almourol para sorprendernos con un espejismo. Después de ese cuadro, como un sueño, y después de ese tiempo, como el tiempo de un sueño, hube de reaprender ciertas nociones de horizonte. Fue lo que hice en la carretera que lleva a Constância, en el puente de hierro sobre el río Zêzere. Portugal nos enseña a mirar.!”
José Luís Peixoto
Que visitar
En el viaje revisitado de José Luís Peixoto, estos fueron algunos de los lugares destacados por su mirada y por su escritura.
“¿La ciudad tiene un bosque, o será el bosque el que tiene una ciudad?
Cuando atravesamos los altos portones de hierro del Bosque Nacional de los Siete Montes, pasamos de una de las principales áreas urbanas de Tomar a la naturaleza absoluta. De repente, el canto de los pájaros acompaña el sonido de nuestros pasos en la tierra, en diversas gradaciones según la distancia: unos trinos más próximos, con mayor protagonismo, otros a lo lejos, más sutiles y, no obstante, participando con igual relevancia en la sinfonía que nos envuelve.
Los innumerables tonos de verde se mezclan con el aroma de los fresnos, de los ciclamores, de los olmos y de todas las plantas que se alimentan de esta tierra, que la transforman en savia. Al respirar hondo, nos damos cuenta de que nada aquí es dispensable, incluso los insectos y las piedras hacen falta para alcanzar este equilibrio.
Por sí sola, la naturaleza pertenece a un tiempo esencial, antes y después de nosotros. Pero también es cierto que este bosque no existe solo, no es ajeno a esta ciudad. Al principio, si pregunté quién pertenece a quién es porque, aquí, existe historia hasta en la brisa.
A lo largo de los siglos, quien imaginó la ciudad la concibió siempre con este bosque. Tomar y el Bosque Nacional de los Siete Montes están abrazados, son inseparables.”
José Luís Peixoto
Descubra más
El Convento de Cristo fue declarado en 1983 Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. En su Viaje a Portugal, José Saramago relata la fuerte impresión que le causó la contemplación de la Girola, oratorio octogonal templario construido en el siglo XII, con faustuosas esculturas, pinturas y talla dorada, y del Claustro Principal de este monumento. Con vista privilegiada sobre el Bosque Nacional de los Siete Montes, el Convento de Cristo es un ejemplo único por la manera como armoniza influencias renacentistas, manieristas y barrocas.
A orillas del río Nabão, este espacio de antiguas industrias y espejo de una población dinámica, pleno de memorias y de energía, funciona en una vertiente museológica. Son tres los edificios restaurados: los Lagares, las Centrales Eléctricas y las Moliendas, que rodean la imponente zona de la Levada. Existe una apuesta clara en la realización de talleres de expresión y exposiciones de artistas emergentes.
Espacio de eventos culturales, como tertulias literarias y talleres, este café-librería inaugurado recientemente en pleno centro histórico de la ciudad, brinda momentos inolvidables de ocio cultivado. Insensato es, en verdad, quien no se anima a degustar el menú, basado en ingredientes naturales y locales, y no aprovecha para ojear las últimas novedades editoriales o para rebuscar viejos ejemplares en segunda mano.
Afluente del río Zêzere, el río Nabão atraviesa la ciudad templaria, ofreciendo multitud de inspiradores y cambiantes panoramas, en función del punto de vista desde el que lo observemos. Además de ser el espacio ideal para realizar picnics en familia y para observar la fauna local (y muy especialmente para contemplar el baile de los cisnes), se puede aprovechar la calma de sus aguas para pasear en barca.
Espacio de eventos culturales, como tertulias literarias y talleres, este café-librería inaugurado recientemente en pleno centro histórico de la ciudad, brinda momentos inolvidables de ocio cultivado. Insensato es, en verdad, quien no se anima a degustar el menú, basado en ingredientes naturales y locales, y no aprovecha para ojear las últimas novedades editoriales o para rebuscar viejos ejemplares en segunda mano.
Guarda, Pinhel y Cidadelhe
Haga scroll para continuar
SCROLL
Tomar y Constância -