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Viaje

Setúbal

Por José LuísPeixoto

José Luís Peixoto

“Las gaviotas traen la naturaleza viva, seria y abundante que rodea Setúbal, la esparcen en todos los rincones de la ciudad.”

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En 2001, el Premio Literario José Saramago fue atribuido a Nadie nos Mira, la primera novela de un autor con tan solo 27 años: José Luís Peixoto.

Desde entonces, ha escrito numerosos libros, que han sido objeto de incontables traducciones a las más diversas lenguas. El reconocimiento del público y de la crítica le ha consagrado como uno de los autores más destacados de la literatura portuguesa de nuestros días. “Contarme a mí mismo a través del otro y contar al otro a través de mí mismo, eso es la literatura.” Esta afirmación pertenece a la novela Autobiografía, una ficción protagonizada por José Saramago, a quien introduce como personaje en su propia obra, reconociendo así la huella que le había dejado el autor de Memorial del Convento.

En este Viaje a Portugal Revisited, José Luís Peixoto regresa a los caminos que recorrió José Saramago, aportando una mirada nueva, siempre atenta a lo que ha cambiado y a lo que permanece inalterado. Prestando especial atención al patrimonio, a la naturaleza y a la cultura, cada alto en el camino servirá como punto de partida hacia paisajes literarios que nos cuentan a nosotros mismos a través de Portugal.

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Para escuchar a José Luís Peixoto leer un pasaje sobre Setúbal, extraído del capítulo “Entre Mondego e Sado, parar em todo o lado” del libro Viagem a Portugal, de José Saramago.

José Luís Peixoto

Por Saramago

Viaje a Portugal

Entre Mondego y Sado, parar en todas partes
Dicen que es cosa buena


«(...) El viajero saldrá de Lisboa por el puente sobre el Tajo. Va hacia el sur. Ve los altos pilares, los arcos gigantescos del Acueducto das Aguas Livres sobre el río de Alcántara, y piensa qué largas y penosas deben de haber sido las sedes de Lisboa. De la sed de agua la curaron Claudio Gorgel do Amaral, procurador de la ciudad, que fue el de la iniciativa, y los arquitectos Manuel de Maia y Custódio José Vieira. Probablemente para acatar el gusto italiano de don João V, fue primero director de la obra, aunque por poco tempo, Antonio Canevari. Pero quien construyó realmente las Aguas Livres, y las pagó con su dinero, fue el pueblo de Lisboa. Así lo reconocía la lápida escrita en latín, entonces colocada en el arco de la Rua das Amoreiras (...).

Chimeneas y naranjales

(...) Allá arriba, en el morro, está el Cristo Rey, gigantesco como a la realeza conviene, pero falto de belleza. Considera el viajero cuántas tierras y gentes vio ya, se asombra ante las distancias que recorrió y de cuán largo camino lleva del Niño de Miranda al Cristo do Pragal.

Por estos lados, todo es grande. Grande la ciudad, y tan hermosa, grandes los pilares que sustentan el tablero del puente, grandes los cabos que lo mantienen. Y grandes son también las chimeneas por toda la recortada margen que se extiende desde Almada hasta Alcochete, con sus torrentes aéreos de humo blanco, amarillo y ore, o ceniciento, o negro. Les da el viento, y las largas y estiradas nubes cubren los campos hacia el sur y hacia poniente. Es tierra de astilleros y fábricas, Alfeite, Seixal, Barreiro, Moita, Montijo, tierra convulsa donde el metal rechina, ruge, bate, donde silban gases y vapores, donde infinitas tuberías orientan el flujo de los carburantes. Todo es mayor que los hombres, Nada es tan grande como ellos.

El viajero se promete a sí mismo que, teniendo vida, vendrá a saber mejor qué tierras son éstas y quién vire en ellas. Es su primer destino Palmela, alta villa de buen vino que con dos gotas transforma a quien lo bebe. No siempre el viajero sube a los castillos, pero en éste se detendrá. Desde lo alto de la torre del homenaje dan los ojos la vuelta al mundo y, como no se cansan, vuelven. En un lugar cualquiera de la villa, allá al fondo, hay un ferial. Alguien usa un potente altavoz para pregonar mercancías: colchas y pucheros. Es una mujer, hábil vendedora. Su voz cubre el paisaje, y suena tan contenta que al viajero no le enfada el ruido.

(...)

En Palmela debe irse a la iglesia parroquial, por los azulejos setecentistas que cuentan la vida de San Pedro, ya la iglesia cuatrocentista del convento de Santiago, sólida construcción que más parece otra torre de guerra dentro del castillo.

Quien dice Vila Fresca de Azeitão, dice Quinta das Torres y Quinta da Bacalhoa. También dirá Palacio dos Duques de Aveiro, pero ahí no fue el viajero. Es la Quinta das Torres un lugar de bonanza, con hermosos árboles que se reflejan en el amplio lago. En medio de éste hay un templete en el estilo italiano del renacimiento, ociosa pero romántica construcción que no tiene más fin que halagar los ojos. En galería que ofrece una admirable perspectiva, hay dos soberbios paisajes de mayólica, quinientistas, que representan El incendio de Troya y La muerte de Dido, casos de la Eneida, como es sabido. La Quinta das Torres conserva una atmósfera acompasada, de corte bucólica, tan al revés de los tiempos de hoy, que el viajero cree haber hecho un viaje por el tempo y estar aquí vestido a la moda del XVII.

La Quinta da Bacalhoa, aunque es más antigua, no da igual impresión, tal vez por ser gravemente visibles en ella los estragos que causa el tempo, aunque no siempre vaya acompañado de la incuria y de la destrucción intencionada, como es el caso aquí. Lo que queda es muy hermoso, de una intensa serenidad. Las llamadas “casas de placer”, abiertas hasta el lago y cubiertas de bellos azulejos, en su mayor parte deteriorados, guardan un ambiente secreto. En su desnudez son de los más habitados espacios en que haya estado el viajero. Y pocas cosas serán tan misteriosas como la alineación de las puertas, por donde constantemente se espera ver asomar a alguien. Vistas por este lado de la carretera, las “casas de placer” son el primero y arriesgado lance de un laberinto: es el efecto de los vanos siempre abiertos, que también parecen esperar que alguien entre para cerrarse inmediatamente. En un panel de azulejos se repite la historia de Susana y los Viejos. Susana va a bañarse, los viejos no quieren resignarse a serlo. Es una fiel imagen de la vida: puertas que se abren, puertas que se cierran.

Pero no todo es tan complicado. Este hombre que acompaña al viajero está entre los sesenta y los setenta años. Trabaja aquí desde muchacho, y el plátano que ahora está dando sombra a ambos lo plantó él. “¿Cuántos años hace?”, pergunta el viajero. “Cuarenta.” Mañana morirá el hombre. (...)

Desde aquí al cabo Espichel abundan los viñedos y no faltan los naranjales. El viajero recuerda el tiempo en que decir “naranja de Setúbal” resumía la quintaesencia de la naranja. Probabelmente son engaños de la memoria, pero la designación quedó para siempre asociada a sensaciones gustativas inolvidables. Por miedo a una decepción, no comerá naranjas. Además, tampoco es tiempo de ellas.

Confiesa el viajero que el santuario de Nossa Senhora do Cabo dice mucho a su corazón. Los dos largos cuerpos de las hospederías, las arcadas simples, toda esta simplicidad rústica, rural, lo conmueven más profundamente que las grandes máquinas de peregrinación que tel pas existen. Hoy viene poca gente aquí. O la Señora del Cabo dejó de ser milagrosa, o las preferencias de los peregrinos fueron desviadas hacia parajes más rentables. Así pasan las glorias del mundo, o para usar el latín, que siempre da otro peso al discurso, sic transit gloria mundi: venía un mar de peregrinos aquí en el siglo XVIII, y, hoy es lo que se ve, la gran explanada desierta, nadie a la sombra de estos arcos. Y, sin embargo, vale la pena venir en romería sólo por la belleza de esto. Pero no faltan en la iglesia otros motivos de interés: mármoles de la Arrábida, pinturas, esculturas, y buena talla.

El valle que desde Santana desciende hacia Sesimbra va mostrando el mar. Se abre en ancha boca hacia el verde marino y hacia el cielo azul, pero esconde la villa vieja en el resguardo que forma el monte del castillo. El viajero dobla la última curva y aparece dentro de Sesimbra. Por muchas veces que allá vulva, siempre tendrá la misma impresión de descubrimiento, de encuentro nuevo.

Caldeiradas se comen por toda esta costa, de norte a sur. Pero en Sesimbra, quién sabrá decir por qué, el gusto de ellas es diferente, tal vez porque la está comiendo el viajero al sol, y el vino blanco de Palmela llegó frío, en aquel exacto grado que aún conserva todos los valores de sabor y perfume que tiene el vino a la temperatura ambiente, al tiempo que pone de acuerdo y prolonga aquellos que sólo el frío desentraña de dentro de la botella. (...)

El Portinho es como una uña de arena, un arco de luna caído en tiempos de más próxima vecindad. El viajero, a quien el tiempo no sobra, sería loco si se resistiera. Entra en el agua, reposa de espaldas en el sutil vaivén, y dialoga con los altísimos escapes que, vistos así, parecen inclinarse hacia el agua y caer en ella. Cuando, después, visita el Convento Novo, tiene gran pena de Santa María Madalena, que allá está metida tras las rejas. No fue ya pequeño sacrificio haber renunciado al mundo, también tuvo que renunciar a la Arrábida.

Para el viajero, Setúbal es una Babilonia, probablemente la mayor ciudad del mundo. Y ahora que le han pesto autopistas a la puerta y barrios nuevos alrededor, no sabe el viajero cuál es la mano derecha y la mano izquierda, y si, caminando en línea recta, cree llegar al rio, tarde descubre que está más lejos de el que antes. Es un caso de simpatía difícil.

Aquí nació Bocage, el de la corta vida. Está en lo alto de aquella columna, vuelto hacia la iglesia de São Julião, y se estará preguntando a sí mismo por qué lo han puesto allí, tan solo, él que fue hombre de bohemia, de versos improvisados en tabernas, de tumultuosos amores en camas de alquiler, de mucha pendencia y vino. Este caso no es como el del plátano: quien aquí quedó, abusó de quien murió. Manuel Maria merecía una arrebatada furia, no está romanización de museo, esta imitación de senador que va a predicar en el fórum sonetos de salutación. Al viajero le gustaría enterarse, cualquier día de éstos, que Setúbal decidió colocar en esta plaza otra estatua menos de piedra, ya que de carne y hueso no puede ser.

La iglesia de Jesús, con su monasterio al lado, es considerado el más bello monumento de la ciudad. Tal vez prometa por fuera lo que no ofrece por dentro: la fachada, simple y armoniosa, no deja prever las artificiosas columnas torsas que sustentan las bóvedas artesonadas. No es la primera vez que el viajero encuentra este tipo de columnas, y siempre las ha apreciado pacíficamente, legando incluso a aplaudirlas. Aquí debe de haberle sorprendido lo inesperado del efecto. Hasta el punto de que, habiendo salido de la iglesia, a ella volvió para ver se la impresión se repetía. Se repitió. El viajero encuentra que en la relación de la altura y de la sección, y también en la implantación, hay algo que no fue resuelto. Dejadlo quedar con su duda.

Excelentes azulejos levantinos y mudéjares revisten el altar mayor y la cripta, construida para el hijo de la fundadora Justa Rodrigues, ama de don Manuel I. En las paredes de la iglesia, un muro de dieciocho paneles de azulejos narra la vida de la Virgen, de nuevo contada en paneles que se encuentran en el museo de Setúbal, que se suponen obra de Jorge Afonso, y en la que habrán participado Cristóvão de Figueiredo y Gregório Lopes.

Pero, probablemente, lo que de más precioso se guarda en él es la serie franciscana del mismo maestro, en particular la Aparición de un ángel a Santa Clara, Santa Inés y Santa Coleta. Por otra parte, todos estos paneles, incluyendo los de la Pasión de Cristo, constituyen un conjunto de excepcional importancia para el entendimiento de la pintura portuguesa del quinientos.

(...)

Le gustaría seguir las márgenes del Sado. Pero el río abre un ancho e irregular estuario, las aguas entran profundamente tierra adentro, forman islas. Con un poco más de audacia, el Sado sería otro Vouga. Hay pues que dar una amplia vuelta hasta Águas de Moura, antes de doblar su curso francamente hacia el sur. Ya es Alentejo. Pero el viajero decide que Alcácer do Sal será el punto extremo de este caminar que lo ha traído desde el Mondego. Todo viajero tiene derecho a inventar sus propias geografías. Si no lo hiciera, considérese mero aprendiz de viajero, muy sujeto aún a la letra de la lección y al puntero del maestro.

Alcácer do Sal está implantado done el río empieza a ganar fuerzas para abrir los anchos brazos con los que irá a ceñir las tierras de aluvión al sur de la línea férrea de Praias do Sado, Mourisca, Algeruz y Águas de Moura. Es aún un río de provincia, pero proclama ya su ambición atlántica. Visto aquí, no se le adivinará el ímpetu de tres leguas más allá. Es como el Tajo a la salida de Alhandra. Los ríos, como los hombres, sólo cerca del fin acaban sabiendo para qué nacieron.»

Notas delViajante

“El estuario del Sado nos transforma. Al respirarlo, le pertenecemos. Entonces, me fijo en las gaviotas, planean sin esfuerzo, son ellas la trabazón de todo: Arrábida, Setúbal, Sado.”

Setúbal

Setúbal

“Son gaviotas de la Arrábida. Cuando llegan a la ciudad, traen la memoria de dónde anduvieron, son como recuerdos salados. Volaron sobre la sierra lo mismo que volaron en el interior de la mareta. Cuando planean sobre la ciudad, las gaviotas son pensamientos: el verde, respiración de los árboles, y el mar de Portinho, vítreo hasta el horizonte. Esas imágenes de la naturaleza se disuelven sobre las cosas de la ciudad, amenizan la piedra, los ángulos. Las gaviotas traen la naturaleza viva, seria y abundante que rodea Setúbal, la esparcen en todos los rincones de la ciudad. El sol se deja atravesar por esos vuelos, gaviotas como brisas.
En mi boca, sobre la lengua, equilibro la condensación de un sol que conocí, que muchas personas conocieron, un sol que pertenece a otro tiempo, que forma parte de una idea colectiva. No sé si lograría explicarlo, pero estoy seguro de que toda la gente sería capaz de entenderlo. Quien haya atravesado la infancia y la juventud, conoce este sol. Ahora está en mi boca, lo viví en tiempos y, en este preciso instante, tengo la oportunidad de revivirlo.
Abro los ojos. Sostengo la copa de vino moscatel a poca distancia del rostro, el sabor aún evoluciona. Escurre melaza en las paredes interiores del cáliz, vidrio esmerilado. Estoy en la Casa de la Bahía, es un momento dulce en la Avenida Luísa Todi. El moscatel condensa el sol y, después de servido, puede degustarse en gotas doradas. Estoy bajo luz natural, en la estancia central de la casa, entre salones, cuadros en las paredes, una tienda de vinos de la comarca, donde me han servido el moscatel. Algunos niños corretean entre las mesas, mientras los adultos siguen charlando, tranquilos. Durante doscientos cincuenta años, este edificio fue la sede del antiguo Recogimiento de la Soledad, y albergaba huérfanos, viudas, gente desamparada. Ahora, las paredes están pintadas de un azul estridente, alegre. Los niños corretean entre las mesas. Felizmente, no imaginan otro tiempo.
Paseo por la Avenida Luísa Todi, las gaviotas me acompañan en el cielo. También ellas sienten la estructura que esta avenida confiere a Setúbal. De un lado, el puerto sobre la bahía, los ferries yendo y viniendo de Troia; del otro, el resto de la ciudad. No tengo que hacer un largo camino hasta el restaurante. Existe Setúbal en los menús, los nombres de los pescados son parcelas de la propia ciudad. A pocos metros de aquí, el Mercado do Livramento es como el mar.
Las espinas limpias. No voy a extenderme aquí en los detalles del almuerzo, la transparencia del aceite puro de Portugal. De nuevo, ya estoy en la Avenida Luísa Todi. Giro a la izquierda, paso por la estatua de Bocage, en la Plaza de Bocage. Lo imagino en esquinas por donde caminó, más joven que yo. Aún hoy, Setúbal atesora esas aventuras de hace siglos, de las que dan prueba monumentos con fechas precisas, que certifican asimismo folletos explicativos y señalética en varios idiomas, y atestiguadas también por piedras anónimas, pormenores en las casas del barrio de Santo Domingo, donde nació el poeta y donde fácilmente lo imagino, entre el pueblo.
Las fronteras son claras y, al mismo tiempo, sutiles. En el camino hasta la Reserva Natural del Estuario del Sado, Setúbal se va transformando poco a poco en naturaleza hasta que, por último, ya no es otra cosa. Al llegar al Molino de Mareas de Mourisca, a uno y otro lado, las aguas reflejan el cielo y, al hacerlo, reverberan también los sonidos, la temperatura, todas las impresiones de ese cielo. El Molino de Mareas es una casa que existe en este lugar sin separación entre tierra, agua y cielo, donde la naturaleza es absoluta en todas las direcciones. Las aves encuentran aquí un mundo perfecto y a nosotros, seres humanos, después de deslumbrarnos con la sorpresa, nos hace falta educarnos con lo que nos rodea, adaptarnos no solo a este hábitat, sino también a este tiempo, a las gradaciones de luz a lo largo del día. Absorbo ese conocimiento cada vez que lleno los pulmones. El estuario del Sado nos transforma. Al respirarlo, le pertenecemos. Entonces, me fijo en las gaviotas, planean sin esfuerzo, son ellas la trabazón de todo: Arrábida, Setúbal, Sado. Entre las aves, la libertad de las gaviotas es total, atraviesan nombres e historia, atraviesan el aquí y el allá lejos. Nos dan la remembranza fundamental de que existimos al mismo tiempo que todo lo que existe.”
José Luís Peixoto

Que visitar

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En el viaje revisitado de José Luís Peixoto, estos fueron algunos de los lugares destacados por su mirada y por su escritura.

Parque Natural de la Arrábida

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“La sierra, el mar, el cielo, esas tres presencias solemnes, interconectadas, sin que una pueda existir sin las otras. Son gigantes sobre los que descansa todo lo demás. Aquí, incluso cuando no nos percatamos de ello, marcan lo que decimos, pensamos, determinan la manera grandiosa como las cosas acontecen. Hasta los pequeños gestos, las voces de los niños en la playa, las gaviotas sobrevolando sin peso, contienen esa grandiosidad nacida en la sierra, en el mar, en el cielo.
Allá lejos, el horizonte es un misterio. Aunque está expuesto ante nosotros, es insoluble, una línea imposible de tocar con los dedos. Esta es la naturaleza que nos eleva. Todas las direcciones son habitadas por animales, vidas que multiplican aún más el milagro de la Arrábida. Estar aquí es un privilegio, lo sabemos al mirar alrededor, cuando tomamos conciencia hasta de lo invisible.
La sierra, el mar, el cielo, la Arrábida como un sentimiento. Aquende las palabras y, no obstante, un sentimiento tan claro, tan concreto en lo que entendemos. La sierra, el mar, el cielo, existiendo fuera de nosotros, rodeándonos, exactamente como si existiesen en nuestro interior.”

José Luís Peixoto

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