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José Luís Peixoto invitaLaura Restrepo
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Por LauraRestrepo
“Pasados los siglos, ya no están los frailes, pero siguen allí, inmemoriales, los miles de libros y las piedras enormes.”
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El cuerpo tiene memoria. Es archivo y testimonio de pasaje, impreso en papel y en tiempos verbales conjurados. A Laura Restrepo, escritora colombiana de 72 años nacida en Bogotá, le fascinan las texturas y los entramados de la mente, una búsqueda transversal a su vida y a sus diversas geografías literarias.
Licenciada en Filosofía y Letras y posgraduada en Ciencias Políticas por la Universidad de los Andes, en Colombia, la escritora ejerce también como profesora universitaria, habiendo pasado por las Universidades Nacional y del Rosario, en Bogotá, y por la Cornell University, en Nueva York. Al mismo tiempo, se ha dedicado al periodismo y ha trabajado en algunos medios importantes, como la revista Semana, donde colaboró estrechamente con Gabriel García Márquez, y los periódicos mexicanos Proceso y La Jornada.
Las causas sociales y políticas la acompañaron desde muy joven; vinculada a Médicos Sin Fronteras, escribió informes sobre la realidad de países como Yemen, Somalia, Etiopía, India, Grecia, Colombia y México.
Considerada uno de los grandes nombres de la literatura latinoamericana, las novelas de Laura Restrepo El leopardo al sol (Premio Arzobispo Xoán de San Clemente, 2003), Dulce compañía (Premio Sor Juana Inés de La Cruz, México, 1997 y Prix France Culture, 1998), La novia oscura, Delirio (Premio Alfaguara de Novela, 2004, otorgado por el jurado presidido por el Premio Nobel de Literatura José Saramago y Premio Grinzane Cavour, 2006) y Demasiados Héroes han sido traducidas al portugués. Hot Sur (2013), Pecado (2017), Los Divinos (2018) y Canción de Antiguos Amantes (2022), por su parte, son los títulos más recientes en la obra de la autora.
Actualmente vive en Barcelona, escribe en el diario español El País y es miembro del Consejo de Administración del Instituto Cervantes de Madrid desde hace seis años.
Para escuchar a Laura Restrepo leyendo un fragmento sobre Mafra, del capítulo “Entre Mondego y Sado, parar en todas as partes” del la obra Viaje a Portugal, de José Saramago.
Entre Mondego y Sado, parar en todas partes
Érase una vez un esclavo
«(…)
De camino hacia el sur, el viajero está preocupado. No le abandona la imagen del hotel. Aquel peñasco parece sin duda fuerte, pero ¿aguantará realmente? Nada tiene que ver esta inquietud con el peso del edificio, sino con el derecho que a cualquier piedra honrada le asiste de aliviar de sus dañados hombros cargas insoportables físicas y morales. Después, el viajero se acuerda de hacia dónde camina, y suspira de alivio, pero también de resignación. Aún tiene a Ericeira por medio, verá con placer el techo de cajetones pintados de la iglesia parroquial, y luego, más allá, tan inmenso que desde esta distancia se ve con claridad y casi se le pueden contar los huecos de la fachada, está el Convento de Mafra. El viajero no puede desviarse del camino. Va como hipnotizado, ha dejado de pensar. Y cuando, al fin, pone pie a tierra, ve la distancia que tiene aún que recorrer hasta el vestíbulo de la iglesia, la escalinata, el atrio, y casi desfallece. Pero recuerda a Fernão Mendes Pinto, que tan lejanas tierras anduvo, cuántas veces a pie y por pésimos caminos, y, con este buen ejemplo en la mente, acomoda el morral al hombro y avanza, heroico.
El convento de Mafra es grande. Grande es el convento de Mafra. De Mafra es grande el convento. Son tres maneras de decir, podían ser algunas más, y todas se pueden resumir de esta manera simple: el convento de Mafra es grande. Parece que esté bromeando el viajero, pero es que no sabe cómo agarrar esta fachada de más de doscientos metros de anchura, esta área ocupada por cuarenta mil metros cuadrados, estas cuatro mil quinientas puertas y ventanas, estas ochocientas ochenta salas, estas torres con sesenta y dos metros de altura, estos torreones, este cimborrio. El viajero busca ansiosamente un guía, y a él se entrega como un náufrago a punto de irse a pique. Estos guías deben de estar muy habituados. Son pacientes, no levantan la voz, llevan a los visitantes con mil cuidados, saben a qué violentos traumas se exponen. Reducen las salas, cortan en las puertas y ventanas, abandonan al silencio alas enteras, y, cuanta información van dando, es sólo la obvia, para no sobrecargar el cerebro ni embotar la sensibilidad. Vio el viajero el atrio, con las estatuas que vinieron de Italia: tal vez sean obras maestras, quién es él para ponerlo en duda, pero lo dejan frío, frío. Y la iglesia, amplia, pero desproporcionada, no consigue temperarlo.
No han faltado santos en este viaje, pero, todos juntos, no sumarán quizá los que aquí hay. En iglesias de aldea, y en otras mayores, media docena de santitos hacen fiesta, y a muchos de ellos festejó el viajero, los alabó, y hasta llegó a creer en sus pregonados milagros. Sobre todo, vio que ran obras de amor. El viajero se conmovió muchas veces ante toscas imágenes, muchas de perfecto arte lo impresionaron hasta el estremecimiento, pero este San Bartolomé de piedra que muestra su piel desollada, le causa una indefinible repugnancia. La religión que las imágenes de la iglesia de Matra exhiben es una religión de beatos, no de creyentes.
Las palabras del guía zumban como avispas. Él sabe por experiencia cómo ha de adormecer a los visitantes, cómo ha de anestesiarlos. El viajero, en la confusión de su espíritu, se siente agradecido. Ahora han salido ya de la iglesia, suben las escaleras interminables, y al azar de los recuerdos fueron mirando (¿cómo aguantará el guía?) el cuarto de doña María I, en estilo Imperio rico, la sala de los trofeos de caza, la sala de audiencias, la enfermería de los frailes, la cocina, la sala esto, la sala aquello, la sala, la sala. Y aquí está la biblioteca: ochenta y tres metros de largo, libros que desde esta entrada apenas pueden distinguirse, y mucho menos tocarlos, saber qué historias cuentan; el guía no espera y suena inmediatamente el toque de retirada. Vuelve a mostrar la iglesia, ahora desde una ventana alta, y si el viajero no retrocede, es para no darle un disgusto. El guía está pálido, el viajero comprende que este hombre está hecho de la misma arcilla que los otros mortales, sufre vértigos, padece insomnios y tiene digestiones pesadas. No se es impunemente guía del convento de Mafra.
El viajero salió a la calle. El cielo, bendito sea, está azul, brilla el sol, y corre incluso una brisilla que es una gloria, Poco a poco va regresando a la vida el viajero. Y para quedar completamente restablecido, va a visitar la iglesia de Santo André, la más antigua víctima del convento. Es un templo de grande y pura belleza, obra del siglo XII, y su mezcla de elementos estructurales románicos y góticos se define en un encuentro armonioso y que sosiega. La belleza no ha muerto.
El paraíso encontrado
Por la carretera de Ericeira volvió el viajero atrás, hacia el norte, y desde la curva más extrema del río de Cheleiros tomó rumbo al sur. Estos caminos están medio locos, se lanzan en grandes propósitos de servir todo cuanto por aquí es pueblo, grande o pequeño, pero no van nunca por lo más corto, se distraen con un subir y bajar de colinas, y se ve que pierden la cabeza cuando llegan a la vista de la sierra de Sintra. El viajero tiene que ir con mucha atención al mapa para no desorientarse. Bien estaría si fuera la sierra su objetivo inmediato: tan ante los ojos la tiene que cualquier camino le serviría. Pero hay por aquí una aldeílla, Janas de nombre, que tiene para mostrar la ermita de São Mamede, de rara planta circular, y el viajero da el rodeo necesario, y no se arrepiente de haberlo dado.
(…)
Todos los caminos van a dar a Sintra. El viajero ya ha escogido el suyo. Dará la vuelta por Azenhas do Mar y Praia das Maçãs, verá primero las casas que bajan por los cantiles en cascada; luego, el arenal batido por las olas del mar abierto, pero confiesa haber mirado todo esto un poco desatento, como si sintiera la presencia de la sierra tras él y le oyera preguntar por encima del hombro: “Vamos a ver, ¿qué retraso es ése?”. Pregunta igual se habrá hecho el otro paraíso cuando el Creador andaba entretenido juntando barro para hacer a Adán.
Por estas bandas de la sierra empezará por encontrar Monserrate. Pero ¿qué Monserrate? ¿El palacio orientalizante, de inspiración mogol, ahora medio arruinado, o el parque que se derrama desde la carretera por el profundo valle abajo? ¿La fragilidad del estuco, o la exuberancia de las savias? El viajero toma lo que primero viene, baja los peldaños irregulares que se embreñan en a espesura, las alamedas profundas, y entra en el reino da silencio. Verdad es que cantan pájaros, que hay rápidos rumores de animales rastreros, que una hoja cae o una abeja zumba, pero estos sonidos son silencio. Altísimos árboles suben de este o aquel lado de la cuesta, los helechos tienen gruesos troncos, y en la parte más profunda del valle, donde corren las aguas, hay unas plantas de enormes y espinosas hojas, bajo las cuales un adulto podría abrigarse del sol. En los pequeños lagos se abren nenúfares, y, de vez en cuando, un golpe seco en el bosque causa un sobresalto al viajero: es una piña que, de tan seca, cayó de la rama.
Allá arriba está el palacio. Visto de lejos tiene alguna grandeza. Los torreones circulares, la platabanda característica, halagan los ojos, y la bordadura de los arcos se inmaterializa con la distancia. De cerca, el viajero se entristece: este capricho inglés, alimentado con el dinero del comercio de paños, y de inspiración victoriana, muestra la fugacidad de los revivalismos. El palacio está en obras, y menos mal: ruinas tenemos va de sobra. Pero incluso cuando esté totalmente restaurado, abierto a la curiosidad, continuará siendo lo que siempre fue: capricho de una época que tenía todos los gustos porque no tenía ninguno definido. Estas arquitecturas ochocentistas son generalmente de importación, eclécticas hasta el desvarío. La gran penetración económica de los imperios tomaba, para su diversión, culturas ajenas. Y esto fue, siempre, también, la primera señal de las decadencias.
Desde el mirador del palacio el viajero ve la masa verde del parque. Que la tierra es fértil, ya lo sabía: conoce bastante de sembrados y pinares, de pomares y de olivos, pero que esa fertilidad pueda manifestarse con tanta fuerza serena, como de un vientre inagotable que se alimenta de lo que va creando, eso sólo se sabe estando aquí. Sólo poniendo la mano en este tronco o mojándola en el agua de la alberca, o acariciando la estatua reclinada cubierta de musgo, o, cerrados los ojos, oyendo el murmullo subterráneo de las raíces. El sol cubre todo esto. Un pequeño esfuerzo de los árboles levantaría la tierra para él. El viajero siente el vértigo de los grandes eventos cósmicos. Y, para asegurarse de que no perderá este paraíso, regresa por el mismo camino, cuenta los helechos y encuentra uno más, y, sin embargo, sale contento porque la tierra promete no acabar tan pronto.»
“(...) a Tapada Nacional de Mafra, bosque encantado como de cuento de hadas, prodigioso, umbrío, iluminado a parches por los rayos que filtra el follaje.”
“El célebre Convento y Palacio de Mafra es una enorme y dieciochesca construcción de piedra tallada en espléndido barroco portugués. En realidad, son tres monumentos en uno: Convento, Basílica y Palacio Real. Y jardines de ensueño, coto de caza y extraordinaria biblioteca con número infinito de libros, vaya uno a saber si alguien los habrá leído todos, quizá un antiguo escolástico, tal vez algún científico decimonónico, o José Saramago probablemente.
Este portento arquitectónico fue construido con la sangre, el sudor y las lágrimas de los miles de trabajadores que se partieron la espalda en el empeño. Conocemos la historia de aquellos hombres y sus sufrimientos: la contó José en su gran novela Memorial del convento. Digo que fueron necesarios el sudor y las lágrimas de Portugal... y también el oro del Brasil: una mínima cucharita dorada, olvidada en vitrina polvorienta al fondo del convento, es humilde recorderis de todo el oro y el esfuerzo humano invertidos en la empresa. Aun así, fue indispensable algo más: un milagro.
Sucedía que, por entonces, dom Juan V, el papandujo monarca, sufría porque no le daba descendencia su reina María Ana. Hasta que apareció el monje que ofreció un cambalache beneficioso: milagrosa preñez de María Ana y seguro heredero, si el rey accedía a construirle un Convento a su comunidad. Y, ¡oh, milagro! Nace el vástago, en realidad vástaga, pero no por eso es menor la alegría y la gratitud, pues en Portugal, rey o reina daba igual, ambos heredaban trono. Y dom Juan V construye el portento de Mafra, cumpliendo con creces su parte del compromiso. Pasados los siglos, ya no están los frailes, pero siguen allí, inmemoriales, los miles de libros y las piedras enormes.
Bastante sobria es toda la edificación, pero según dicen, en sus tiempos mozos lucía en las fachadas un alegre color rosa, pero rosa-rosa, cual traje de quinceañera en fiesta. Además, los Reyes no tendrían pelo de tontos: no permanecerían encerrados en el monumento, matando las horas en los solemnes salones, escuchando los ecos de sus propias voces y recorriendo largos corredores. Debían pasarla tanto mejor en los jardines circundantes, que se prolongaban hasta la playa y eran de un estilo versallesco, pero más libre y asilvestrado, con aire para los árboles, juego para las flores, imaginación para fuentes, caídas de agua, juegos de pelota, baños de mar y banquetes campestres. Eso, en lo delantero. Detrás del Palacio se extendía un frondoso coto de caza, que a Sus Majestades les deparaba, en ratos de febril tiroteo y esparcimiento, las cabezas, cornamentas y colmillos de los muchos ciervos y jabalíes que hoy, disecados, nos miran desde los muros con ojos de dulzura mansa y húmeda.
El antiguo coto de caza ha sido cercado en la inmensidad de su verdor para convertirlo en una hermosísima reserva natural, la Tapada Nacional de Mafra, bosque encantado como de cuento de hadas, prodigioso, umbrío, iluminado a parches por los rayos que filtra el follaje: centenarios castaños de Indias; olaias florecidas; plátanos frondosos; freixos apegados a los cursos del agua; proliferación pimentera de aroeiras. Nos eriza la piel el contraste entre las cálidas áreas soleadas y el hielo de la sombra. Gamos, ciervos, jabalíes y aves de rapiña tienen aquí su Edén. Y como reposo para nosotros, los paseantes, habrá al final del recorrido té con galletitas junto a una chimenea prendida en la antigua casa de los guardabosques, mientras desde afuera nos observan por la ventana, curiosos, los ciervos adultos de cornamenta imponente, y los pequeñitos, juguetones como Bambi (aunque no el de Disney -versión fácil e infantilizada-, sino el Bambi originario, el de la novela sabia y profunda de Felix Salten).
Ericeira, pueblo vecino, luce la apacible cara de un balneario tipo años cincuenta. A orillas de un mar espumeante y embravecido -pasión de surfistas-, con brisa encantadora y cielo azul añil, comemos la acorda de camarao en la fonda Ti Matilde. O, vagando por laderas colindantes, las tapas mediterráneas de la Tasquinha do Gil, en la mínima y primorosa Mata Pequeña, aldea de duendes, con macetas de geranios, muros encalados y ovejas en los prados. De un corralito de piedra asoma una enorme cerda sonrosada y amistosa, aunque el letrero advierte: 'No se acerque'.
En tan bucólicos y amables escenarios, nos resulta difícil imaginar que, en otros tiempos, por estas mismas zonas tronaron los cañones y corrieron las sangres de innumerables invasiones. Violencias ya difuminadas. De los fragores bélicos solo perdura el recuerdo en las vitrinas de un museo vecinal: batallones miniatura de soldadinhos de chumbo -plomo-, muy empenachados y regiamente uniformados según procedencia, jerarquía y regimiento.
En la penumbra de la Iglesia de San Pedro, en el centro de Ericiera, hermosos murales de azulejo relatan historias verídicas de milagros improbables. Y en la costanera de Ericeira, en la capillita más azul del mundo, María Santísima sostiene en la mano un pequeño velero. Fue en este puerto donde embarcó la familia real, a inicios del pasado siglo, cuando huía hacia el exilio. No sobra decir que el monarca que se despedía de su reino ante esta María marinera, era un hombre tímido y retraído, caído en el trono más por azar que por voluntad propia. Se llamaba Dom Manuel II y fue apodado El Desventurado.
Pero volvamos al inicio, a los predios del imponente Convento y Palacio, donde ha pasado su última noche como monarca este Manuel II, benjamín de la extinta dinastía. Nos gusta creer que el dormitorio en que transcurre su noche postrera pudo haber sido ese mismísimo donde Juan V, después de su primer retoño, preñó otras varias veces a Dona María Ana. Pero a diferencia de su antecesor, al Desventurado nadie le hizo el milagro de la descendencia.
A la larga, fueron estos bosques los que salieron ganando. Los reyes cazadores ya no están, tampoco los guerreros invasores ni los frailes, y en cambio se multiplican jabalíes y hermosos ciervos que tascan y pastan desprevenidos, corren a sus anchas y se acercan a observar a los humanos, esos seres ¡oh milagro!, aquí y ahora inofensivos.”
Laura Restrepo
Que visitar
En el viaje revisitado de José Luís Peixoto, estos fueron algunos de los lugares destacados por su mirada y por su escritura.
“Durante unos cuantos minutos estuve a pocos metros de un gamo. Yo observándolo, impresionado por la belleza de su pelaje, él observándome, tal vez asombrado. El brillo de sus ojos parecía preguntar: ¿qué clase de árbol es este? Entonces, un chasquido o algún mínimo gesto que no sé identificar, hizo que se alejara, saltando sobre los arbustos. La armonía de ese cuerpo, coordinación de largas piernas, pescuezo altivo, me pareció entonces que era la elegancia extrema.
En el Parque Nacional de Mafra, no es raro tener encuentros como este. Impresiona saber que fue creado en el siglo XVIII, pues parece estar aquí desde el principio de los tiempos. Pasamos junto a la alberca donde los príncipes aprendían a nadar, vestigio de ese origen real, pero el abundante musgo que crece por todas partes parece poseer una sabiduría propia, las hojas de los plátanos a lo largo de los caminos parecen atesorar secretos muy antiguos.
Tal vez solo las águilas perdiceras, cuando sobrevuelan estas más de mil hectáreas, sepan verdaderamente las razones de la naturaleza que, en todo momento, existe aquí, como un milagro.”
José Luís Peixoto
Descubra más
Inspirado en el grandioso trazado de los jardines de Versalles, el Jardín do Cerco se caracteriza por el estilo barroco y la perfecta simbiosis entre naturaleza y cultura. Ordenada su construcción por el Rey João V, fue creado por los frailes franciscanos de Mafra y posteriormente mejorado por el jardinero francés Jean Baptiste Désiré Bonard. Además de una colección de estatuas alusivas a la mitología romana y ejemplares arbóreos monumentales, este jardín, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 2019, cuenta con un huerto de hierbas aromáticas, una noria centenaria y diversas aves residentes y migratorias.
El recorrido entre Mafra y Ericeira nos invita a desviarnos hacia esta pintoresca y bucólica aldea, un tesoro escondido entre las colinas, que aún conserva la arquitectura tradicional de la región serrana. Las casas encaladas, pintadas de azul y amarillo, la plaza central, el caserío, el mirador con bancos de piedra con vistas al paisaje verdeante y el restaurante de gastronomía tradicional son elementos que nos invitan a disfrutar de la tranquilidad de la naturaleza. Para terminar nuestro recorrido podemos tomar un maravilloso café en una taza esmaltada en esta Zona de Protección Especial de Penedo do Lexim.
Situado extramuros de la ciudad medieval, este espacio refleja la vida social que se desarrolló en torno a la ciudad de Mafra, conservando el patrimonio y las leyendas que la caracterizan. Este complejo cultural alberga el Centro de Interpretación de la Villa de Mafra - CIVIMafra, el Centro de Interpretación de las Líneas de Torres de Mafra - CILT, el Centro de Documentación Ernesto Soares, el Taller de Artes Plásticas, USEMA - Universidad Superior de Mafra y el Conservatorio de Música de Mafra.
Si visitamos la Oficina de Turismo de Ericeira, ubicada en el centro de Mafra, podemos subir a la primera planta y explorar el Centro de Interpretación de la Reserva Mundial de Surf, inaugurado en 2016. La sala está compuesta por un conjunto de paneles de proyección y video mapping -que muestran las siete olas más impresionantes de la costa, la evolución del surf en Ericeira y los testimonios de los practicantes de este deporte- además de una mesa interactiva compuesta por una maqueta topográfica - que representa la diversidad de la fauna y flora que alberga esta villa.
Cuando cruzamos las puertas de esta iglesia parroquial de Ericeira, que antaño era una capilla, es imposible quedarse indiferente ante el decorativo techo de madera, con artesonados pintados y las paredes cubiertas de azulejos azules y amarillos. Este edificio religioso destaca por su arquitectura rococó y las figuras que aluden al pasaje de la pesca milagrosa del apóstol Pedro. La cantería manuelina, situada en la capilla bautismal adyacente se ha conservado hasta nuestros días y se considera el detalle más antiguo de este monumento, declarado Bien de Interés Público en 1984.
Guimarães
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Mafra -