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Viaje

Lisboa

Sintra y Cascais

José Luís Peixoto invitaClaudia Piñeiro

Claudia Piñeiro
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Sintra y Cascais

Por Claudia Piñeiro

Claudia Piñeiro

“La memoria frente al olvido. El sol que se apaga sobre el Tajo bañando de dorado mi ciudad terracota.”

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ConocerClaudia Piñeiro

Nacida en Buenos Aires, Claudia Piñeiro goza de un amplio reconocimiento internacional como novelista, dramaturga, guionista de televisión y colaboradora de medios de comunicación. Su carrera está jalonada de premios nacionales e internacionales por su labor literaria, teatral y periodística.
Su maestría está patente en sus aclamadas novelas, que dan testimonio de una extraordinaria capacidad narrativa. El libro Las viudas de los jueves, traducido en Portugal en 2008, fue galardonado con el prestigioso Premio Clarín de Novela, catapultándola al estrellato literario. Su posterior adaptación cinematográfica contribuyó aún más a que alcanzara el estatuto de obra clásica. Tras este éxito, Claudia Piñeiro siguió cautivando al público con obras como Elena Sabe (2007), distinguida con el Premio LiBeraturpreis en 2010, y Las grietas de Jara (2009), que obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz ese mismo año. Su bibliografía incluye también Una suerte pequeña, obra editada en Portugal en 2018, buena prueba de su versatilidad. Además de la escritura de novelas, su producción literaria se extiende a historias infantiles y obras de teatro, imbuidas de su voz y de su imaginación inconfundibles.
Además de las actividades literarias, Claudia Piñeiro se ha aventurado en las plataformas de streaming, como coautora, junto con Marcelo Piñeyro, del thriller político El Reino, estrenado en Netflix en agosto de 2021, que destaca por su trama absorbente y sus comentarios incisivos.
Su curiosidad intelectual se ha manifestado en encuentros con nombres mayores de la literatura, como el Premio Nobel José Saramago, y en su participación en prestigiosos festivales literarios. No obstante, su influencia transciende el mundo de las letras, una vez que defiende valerosamente sus convicciones, desempeñando así un papel de observadora consciente y crítica de la sociedad.
La marca indeleble de Claudia Piñeiro en la literatura y en el mundo se deja sentir un poco por todas partes, inspirando un legado de integridad artística y de conciencia social.

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Para escuchar a Claudia Piñeiro leyendo un fragmento sobre Lisboa, Sintra y Cascais, del capítulo “Entre Mondego y Sado, parar en todas as partes” de la obra Viaje a Portugal, de José Saramago.

Claudia Piñeiro

Por Saramago

Viaje a Portugal

Entre Mondego y Sado, parar en todas partes
El paraíso encontrado


«Por la carretera de Ericeira volvió el viajero atrás, hacia el norte, y desde la curva más extrema del río de Cheleiros tomó rumbo al sur. Estos caminos están medio locos, se lanzan en grandes propósitos de servir todo cuanto por aquí es pueblo, grande o pequeño, pero no van nunca por lo más corto, se distraen con un subir y bajar de colinas, y se ve que pierden la cabeza cuando llegan a la vista de la sierra de Sintra. El viajero tiene que ir con mucha atención al mapa para no desorientarse. Bien estaría si fuera la sierra su objetivo inmediato: tan ante los ojos la tiene que cualquier camino le serviría. Pero hay por aquí una aldeílla, Janas de nombre, que tiene para mostrar la ermita de São Mamede, de rara planta circular, y el viajero da el rodeo necesario, y no se arrepiente de haberlo dado.

Alejándose un poco el observador, la ermita parece más bien construcción rural que casa de devoción. Tiene un ancho pórtico donde es agradable estar (aquí apenas se puede hablar de fachada), espesos contrafuertes amparan las paredes. La puerta está cerrada, pero para viajeros curiosos cualquier ventana sirve, aunque esté enrejada y protegida con tela metálica. Allá dentro, en medio del círculo, cuatro columnas forman una especie de santuario donde brilla la luz de una lámpara de aceite. El altar está adosado a la pared, cosa que debe de complicar un poco el culto. En el espacio libre se disponen filas de bancos, claramente desacertados con la organización general del espacio. Hay, ciertamente, aquel otro banco corrido, de piedra, que acompaña, también él circular, toda la construcción. Verdad es que se interrumpe a cada lado del altar mayor, pero su disposición muestra una práctica ritual que necesariamente sería distinta de la acostumbrada. Sentados en el banco circular, los fieles vuelven el rostro al lugar central que las columnas circunscriben, no hacia el altar. El viajero no comprende cómo puede esta evidencia ser conciliada con un rito que se desarrolla según una regla de frontalidad, entre un celebrante y una asamblea que intercambian gestos y decires. Será un misterio pequeño, o quizá no sea ningún misterio. Sea ello lo que fuere, el viajero no está lejos de creer que la ermita de São Mamede de Janas fue, en tiempos, local de otros cultos y diferentes rituales. No faltan iglesias que sustituyen a mezquitas. Es posible que se haya celebrado aquí un culto solar o lunar, y que sea circular el espacio sagrado como representación de una divinidad. Estará errada la hipótesis, pero tiene un fundamento material y objetivo.

Todos los caminos van a dar a Sintra. El viajero ya ha escogido el suyo. Dará la vuelta por Azenhas do Mar y Praia das Maçãs, verá primero las casas que bajan por los cantiles en cascada; luego, el arenal batido por las olas del mar abierto, pero confiesa haber mirado todo esto un poco desatento, como si sintiera la presencia de la sierra tras él y le oyera preguntar por encima del hombro: «Vamos a ver, ¿qué retrato es ése?». Pregunta igual se habrá hecho el otro paraíso cuando el Creador andaba entretenido juntando barro para hacer a Adán.

Por estas bandas de la sierra empezará por encontrar Monserrate. Pero ¿qué Monserrate? ¿El palacio orientalizante, de inspiración mogol, ahora medio arruinado, o el parque que se derrama desde la carretera por el profundo valle abajo? ¿La fragilidad del estuco, o la exuberancia de las savias? El viajero toma lo que primero viene, baja los peldaños irregulares que se embreñan en la espesura, las alamedas profundas, y entra en el reino del silencio. Verdad es que cantan pájaros, que hay rápidos rumores de animales rastreros, que una hoja cae o una abeja zumba, pero estos sonidos son silencio. Altísimos árboles suben de este o aquel lado de la cuesta, los helechos tienen gruesos troncos, y en la parte más profunda del valle, donde corren las aguas, hay unas plantas de enormes y espinosas hojas, bajo las cuales un adulto podría abrigarse del sol. En los pequeños lagos se abren nenúfares, y, de vez en cuando, un golpe seco en el bosque causa un sobresalto al viajero: es una piña que, de tan seca, cayó de la rama.

Allá arriba está el palacio. Visto de lejos tiene alguna grandeza. Los torreones circulares, la platabanda característica, halagan los ojos, y la bordadura de los arcos se inmaterializa con la distancia. De cerca, el viajero se entristece: este capricho inglés, alimentado con el dinero del comercio de paños, y de inspiración victoriana, muestra la fugacidad de los revivalismos. El palacio está en obras, y menos mal: ruinas tenemos ya de sobra. Pero incluso cuando esté totalmente restaurado, abierto a la curiosidad, continuará siendo lo que siempre fue: capricho de una época que tenía todos los gustos porque no tenía ninguno definido. Estas arquitecturas ochocentistas son generalmente de importación, eclécticas hasta el desvarío. La gran penetración económica de los imperios tomaba, para su diversión, culturas ajenas. Y eso fue, siempre, también, la primera señal de las decadencias.

Desde el mirador del palacio el viajero ve la masa verde del parque. Que la tierra es fértil, ya lo sabía: conoce bastante de sembrados y pinares, de pomares y de olivos, pero que esa fertilidad pueda manifestarse con tanta fuerza serena, como de un vientre inagotable que se alimenta de lo que va creando, eso sólo se sabe estando aquí. Sólo poniendo la mano en este tronco o mojándola en el agua de la alberca, o acariciando la estatua reclinada cubierta de musgo, o, cerrados los ojos, oyendo el murmullo subterráneo de las raíces. El sol cubre todo esto. Un pequeño esfuerzo de los árboles levantaría la tierra para él. El viajero siente el vértigo de los grandes eventos cósmicos. Y, para asegurarse de que no perderá este paraíso, regresa por el mismo camino, cuenta los helechos y encuentra uno más, y, sin embargo, sale contento porque la tierra promete no acabar tan pronto.

La carretera, sinuosa, estrechísima, va ciñendo la sierra como un abrazo. Bóvedas de verdor la protegen del sol, separan celosamente al viajero del paisaje circundante. No se exijan horizontes amplios cuando el horizonte próximo sea una cortina centelleante de troncos y follajes, un juego infinito de verdes y de luz. Seteais aparece insólitamente con su gran terraza de césped, poco más que un mirador para la llanura y un escenográfico punto de vista para el Palacio da Pena, allá en lo alto.

Explicar el Palacio da Pena es aventura en la que no se meterá el viajero. No es ya pequeño trabajo verlo, aguantar el choque de esta confusión de estilos, pasar en diez pasos del gótico al manuelino, del mudéjar al neoclásico y de todo esto hacia invenciones con pocos pies y ninguna cabeza. Pero lo que no se puede negar es que, visto de lejos, el palacio presenta una apariencia de unidad arquitectónica nada vulgar, que probablemente le vendrá mucho más de su perfecta integración en el paisaje que de la relación de sus propias masas entre sí. Elemento por elemento, A Pena es la demostración aberrativa de imaginaciones que nada se preocuparon de las afinidades o contradicciones estéticas. La torre se enfrenta discordante con el gran torreón cilindrico del otro extremo, y éste pertenece a familia diferente de los más pequeños torreones ochavados que se alzan a los lados de la Porta do Tritão. Grandeza y unidad la tienen los fortísimos arcos que amparan las terrazas superiores y las galerías. Aquí encontraría el viajero una sugestión gaudiniana si no fuera más exacto que bebieron en las mismas fuentes exóticas el gran arquitecto catalán y el ingeniero militar alemán Von Eschwege, que vino a A Pena por orden de otro alemán, don Fernando de Sajonia-Coburgo Gotha, para dar cuerpo a unos delirios románticos muy del gusto germánico.

Y, pese a todo, es verdad que sin el Palacio da Pena la sierra de Sintra no sería lo que es. Borrarlo del paisaje, eliminarlo aunque sólo fuera de una fotografía que registre aquellas alturas, sería alterar profundamente lo que ya es su naturaleza. El palacio aparece como un afloramiento particular de la propia masa rocosa que lo soporta. Y ésta es, sin duda, la mejor alabanza que se le puede hacer a un edificio que, en sus partes, se caracteriza, como ya alguien escribió, por su «fantasía, inconsciencia, mal gusto, improvisación». Pero donde esta fantasía, esta inconsciencia, ese mal gusto y esa improvisación pierden todo límite y comedimiento es en el interior.

El viajero debe, en este punto, intentar explicarse mejor. Es innegable que no faltan en el salón noble, en el cuarto de la reina doña Amelia, en la Sala de Sajonia, por citar sólo estas piezas, muebles y objetos de mérito, algunos de gran valor material y artístico. Tomados cada uno por sí, aislados de lo que les rodea, justifican una observación interesada. Pero, al contrario de los elementos estructurales del palacio, que se armonizan en una inesperada unidad de contrarios, aquí dentro no logran la sencilla conciliación de elementos decorativos que precisamente se caracterizan por afinidades de gusto. Y cuando fueron instaladas aquí ciertas piezas antiguas, quedaron neutralizadas primero, subvertidas luego, en el ambiente general: éste es el caso del cuarto de doña Amelia. Si el viajero quisiera hacer una gracia diría que este palacio tiene un relleno de palacete. A decir verdad, el exceso romántico del exterior no merecía el exceso burgués del interior. Al artificial camino de ronda del castillo, a las inútiles garitas de los cantones y a las saeteras nostálgicas de guerras muy del pasado, se unió el escenario teatral de cortes que tenían de la cultura un concepto esencialmente ornamental. Cuando los últimos reyes venían a descansar de las fatigas del gobierno, entraban en el teatro: entre esto y el papel pintado no esmucha la diferencia. Si tuviera que elegir, el viajero preferiría el caos organizado de Von Eschwege al lujo de nuevo rico de las reales personas.

Habiendo avistado desde estos palacios el Castelo dos Mouros, el viajero se dio por satisfecho. En general, los castillos son para verlos por fuera, y éste, tan amanerado y tan cuidadito, requiere la distancia para ser visto así: emblemáticamente.

Vuelve el viajero al camino, y son tantas las vueltas que tiene que dar, tan constante la fuerza de la vegetación, tantas las impresiones que de todo recoge, que le parece que el viaje es mucho más largo de lo que en realidad es. Largo y feliz, raro caso es que las dos palabras puedan juntarse.

En ese juntar palabras recuerda cómo las juntó Felipe II cuando se alababa de que en su imperio no se ponía el sol, y de cómo se alabó de que en los reinos que gobernaba, Portugal incluido, estaban el más rico y el más pobre de los conventos del orbe: El Escorial y los Capuchinos de Sintra. Felipe II lo tenía, pues, todo: la mayor riqueza y la mayor pobreza, cosa que, naturalmente, le permitía escoger. Tienen los reyes el particular privilegio de que todo se les debe agradecer: la riqueza que a su estado convenía, y la pobreza que no se cuidaban de remediar en los otros. Para sosiego de su alma, podían ir sin desdoro o remordimiento a la pobreza, cuando la buscaban junto a los frailes. No sabe el viajero si alguna vez Felipe II subió a la sierra de Sintra para visitar a los franciscanos del más pobre convento y equilibrar así las residencias que hacía en el convento más rico. Pero don Sebastián, antes que él, venía muchas veces a este convento de los capuchinos a platicar con los frailes, que sin duda se llenarían de júbilo ante la visita de Su Alteza. En aquellas argollas, dice al viajero el guarda, ataba don Sebastián por las riendas al caballo, y a estas mesas se sentaba para merendar y refrescarse tras la gran subida. Se asombra uno al ver cómo un simple guarda sabe estas cosas magníficas y de ellas habla como si fuera testigo, y con tal convicción que el viajero mira las argollas y las mesas, y tanto espera oír relinchar al caballo como hablar al rey.

Eran tiempos serenos aún. No había razones para temer a Castilla. Felipe II se daba por satisfecho con El Escorial, no tenía ambiciones sobre este pobrísimo convento sólo de piedra hecho, cuyo único confort y defensa contra los grandes fríos de la sierra era el corcho con que generosamente lo revestían y que, renovado, hasta hoy se muestra. Quien aquí decidió venir para vivir y morir, realmente buscaba la humildad. Estas pequeñas puertas, en las que hasta un niño tiene que inclinarse para pasar, exigían radicales sujeciones de cuerpo y alma, y las celdas a donde dan forzarían a los miembros a reducirse. ¿Cuántos hombres se dejaron someter, o mejor, cuántos vinieron hasta aquí buscando la sumisión? En la Sala del Capítulo no caben más que media docena de personas, el refectorio parece de juguete, poco sobra del espacio que ocupa el tablero de la mesa. Y después está la constante mortificación de los bancos de rugoso corcho, si entonces no lo desbastaban. El viajero reflexiona un poco sobre esto de ser fraile. Para él, hombre tan de mundo, es misterio intrigante el que una persona salga de su casa, deje el trabajo y vaya a llamar a aquel portón: «Quiero entrar», y luego ya no se preocupe de nada, ni siquiera cuando el rey don Sebastián dejó de ir por allí y era otro el rey, a los capuchinos tanto les daba el uno como el otro. Creyéndose con el cielo asegurado, se diría que los ángeles no distinguen entre portugués y castellano, y trataban de mejorar su latín, que es, como todos sabemos, el lenguaje celestial. Esto murmura el viajero, pero, en el fondo, está impresionado: todo sacrificio lo conmueve, toda renuncia, todo acto de entrega. Aun siendo tan egoísta como éste, los capuchinos del convento de la Santa Cruz lo pagaban muy caro. Por este herético pensar, el viajero, probablemente, será expulsado del paraíso. Podría aún corregirse, meterse escondido en las frondas, pero llegaría la noche y no es él tan valeroso que se disponga a la gran confrontación con las tinieblas en estos peñascales de la sierra. Baje, pues, a la villa, que es bajar al mundo, y deje en la buena paz del olvido a las sombras de los frailes, que sólo pecaron por orgullo de creerse salvados.

Casi tan heterogéneo de estilos como el Palacio da Pena es el Palacio Nacional da Vila. Pero éste es como una ancha playa en la que las mareas del tiempo lentamente fueron dejando sus restos, construyendo sin prisas, sin prisas poniendo una cosa en el sitio de otra, y, por eso, dejando de ésta algo más que el simple recuerdo: primero, el palacio gótico de don Dinis, luego las ampliaciones decididas por don João I, más tarde por don Afonso V, don João II, y, al fin, por don Manuel I, por cuya orden se construyó el ala del este. En el Palacio da Vila se siente el tiempo que pasó. No es el tiempo petrificado del Palacio da Pena, o el tiempo perdido de Monserrate, o la gran interrogación de los Capuchinos. Cuando el viajero recuerda que en este palacio estuvo el pintor Jan van Eyck, piensa que al menos algunas cosas de este mundo tienen sentido.

Para su gusto, ciertas salas deberían estar más desnudas, lo más próximas que sea posible a su destino inicial. Menos mal que no llegan a los techos los añadidos ornamentales de los que son los suelos indefensos sujetos. Así, puede el viajero mirar el techo apanelado de la Sala de los Blasones, tener de él la imagen que la corte manuelina tenía, incluso siendo diferente su lectura. Y, sin nada que lo distraiga, puede comprobar que el blasón real es aquí como un sol, en torno al cual se distribuyen, como satélites, los blasones de los infantes, y, en otro anillo exterior, los de la nobleza de aquel tiempo. También el techo de la Sala de los Cisnes, en arcón, y el de las Pegas, todas «por bien» parlando, incluso cuando dicen lo que bien callado debía quedar. Pero no se puede ser injusto con estos azulejos esplendorosos, los de la Sala de Galé y todos los demás, cuyos secretos de fabricación probablemente se han perdido. Y esto perturba mucho al viajero: nada de lo que el hombre haya inventado o descubierto debería perderse, todo debería transmitirse. Si el viajero no puede saber cómo se podría reproducir este azul-de-Fez, es un viajero más pobre que todos los capuchinos juntos.

Pocas cosas pueden ser más hermosas y sosegantes que los patios interiores del Palacio da Vila, pocas de más serena exaltación que la capilla gótica. Cuando el espíritu cristiano se encontró con el espíritu árabe, un nuevo arte quiso nacer. Le cortaron las alas para que no volase. Entre los pájaros del paraíso podría ser ése uno de los más hermosos. No pudo volar, no pudo vivir.

A las puertas de Lisboa

A causa de unas palabras oídas en el Palacio de Sintra, le vino al pensamiento el rey que durante nueve años allí estuvo preso, Afonso de nombre y sexto en el orden onomástico. Se apiada mucho la gente del pueblo ante los reveses de la suerte que los reyes sufren, y esto de imaginar a un rey legítimo preso entre cuatro paredes, yendo sin parar de aquí para allá, hasta el punto de desgastar las losetas del suelo, llega incluso a provocar indignaciones tardías y ciertamente mal empleadas. Este Afonso VI tenía mucho de mentecato y padecía además otras carencias, entre ellas la de la mínima virilidad que se exige a los reyes como garantía de sucesión. En fin, son historias de familias de sangre averiada, que ni renovándola mejoran. Se extinguió la dinastía de los Aviz con un don Sebastián degenerado y un cardenal-infante caquéctico. Y, luego, la de Braganza, muerto el brillante don Teodosio, no tiene para colocar en el trono más que a un hemipléjico, intelectualmente incapaz y rufián. Al viajero le gustaría apiadarse del hombre, pero acaba por distraerle el recuerdo de la ferocísima guerra de palacio en que todos entraron, rey, reina, infante, validos francés e italiano, mientras por estas tierras el pueblo menudo nacía, trabajaba, moría y pagaba el gasto. Hubo, piensa el viajero, prisioneros que merecieron otro respeto. Procuremos no meterlos a todos en el mismo saco.

En Cascais fue el viajero al Museo de Castro Guimarães para ver Lisboa. Parece un despropósito y es la pura verdad. Aquí se encuentra guardada la Crónica de D. Afonso Henriques, de Duarte Galvão, en cuyo frontispicio, una miniatura de minucioso dibujo muestra a la capital del reino encerrada entre sus muros quinientistas. Embarcaciones de vario tipo y calado, naos, carabelas, bateles, navegan sin orden pero sin toparse. El iluminador no sabía mucho de vientos, o sabía tanto que los manejaba a voluntad. Tiene el museo más que ver, pero al viajero le interesaba particularmente la antigua imagen de una ciudad desaparecida, urbe sumersa por el tiempo, arrasada por los terremotos y que, mientras crece, se va devorando a sí misma.

Estas tierras marginales son predilectas del turismo. El viajero no es turista, es viajero. Hay gran diferencia. Viajar es descubrir, el resto es simplemente encontrar. Por eso se comprenderá que pase sin particulares demoras por estas amenas playas, y si en las olas tranquilas de Estoril decidió darse un breve chapuzón, quede esto sin referencia aquí. Es cierto que el viajero gusta de parques y jardines, pero esta falda florida que desde el casino se extiende hasta la playa no está allí para paseos, es como una alfombra de palacio, en torno al cual, respetuosamente, desfilan los visitantes. Y en cuanto a las sosegadas calles que en las duras pendientes se entretejen, todo son muros y portones cerrados, barreras y biombos de boj. Esto no es Lamego, no va a aparecer aquí un hombre medio borracho ofreciendo al visitante un cuarto para dormir y cambiar ideas sobre los destinos supremos de la humanidad. El viajero recuerda que cerca de aquí fueron hallados restos de osamentas y cráneos ocultos durante millares de años, mezclados con hachas de piedra, formones y azuelas y otros menudos objetos útiles o rituales; mira después los hoteles suntuosos, el jardín hosco, los pasantes y paseantes, y se convence definitivamente de que el mundo es complicado. La originalidad de la idea bien valdría que el viajero se diera un buen baño en el mar o entrara al casino a hacer saltar la banca, pero el viajero, que es prudente, rechaza ambas cosas.

En fin, Lisboa está ahí. Pero antes de acometer la aventura, que en el fondo del alma le intimida, irá el viajero a esta población ribereña llamada Carcavelos, para ver lo que sólo muy pocas personas conocen, contando el millón de ellas que en Lisboa viven, y los muchos millares que vienen al baño en la playa, esto es, y concluyendo, la iglesia parroquial. Por fuera, nadie daría nada por ella: son cuatro paredes, una puerta, una cruz encima. Un espíritu jansenista diría que para adorar a Dios no se precisa más. Menos mal que no lo entendió así quien decidió hacer esta obra. Allá dentro está una de las más magníficas decoraciones de azulejos que el viajero haya tenido ante sus privilegiados ojos. Exceptuando la cúpula sobre el transepto, todas las paredes, todos los arcos, todos los vanos se encuentran revestidos de esa materia incomparable, hoy tan torpemente utilizada. Viviendo cerca, el viajero volverá aquí otra vez, y muchas. No cabe mayor alabanza.

Probablemente parecería mal no ir a Queluz. Pues irá el viajero, aunque venciendo la antipatía que siente por dos reyes que allí vivieron: aquel don João VI que, hablando de sí mismo, decía: «Su Majestad tiene dolor de barriga», o «Su Majestad quiere oreja de puerco», y aquella doña Carlota Joaquina, señora de mal porte, intrigante y, para más inri, fea como noche de tormenta. Tendrían su gracia los diálogos de estos dos, e hilarantes serían si por caminos de sentimientos entraban. Pero el viajero es muy discreto en cuestión de vidas íntimas, y si anda viajando no es para comportarse después como cualquier vulgar chismoso: quédese la reina con sus amantes criados de palacio y el rey con sus dificultades digestivas, y veamos lo que este palacio tiene para mostrar.

Es, por fuera, un cuartel, y parece un bombón color de rosa si lo ve el espectador desde el jardín llamado de Neptuno. Dentro, se encuentra la acostumbrada sucesión de salas de aparato y aposentos privados: ésta es la sala de música, ésta la del trono, la de las meriendas, el tocador de la reina, la capilla, y luego el cuarto de ésta o de aquél, y la cama imperio, y las lámparas de Venecia, y la madera del Brasil o los mármoles de Italia. Arte auténtico, serio, casi no lo hay. Arte decorativo, superficial, sólo para distraer los ojos y mantener el cerebro ausente, lo vemos por todas partes. Y el viajero se deja mecer de tal modo por la letanía del guía que abre camino al dócil rebaño de los visitantes de hoy, y tan sonámbulo sigue, sintiendo de nuevo asomarse al brocal del pozo su viejo rencor, que, súbitamente, es como si despertara.

Está en la sala de Don Quijote, donde se dice que nació y murió Pedro IV. No es este principio y este fin lo que conmueven al viajero: sólo faltaba que soltara ahora unas lágrimas ante caso tan común. Lo que en verdad lo perturba es la incongruência de estas escenas de la vida del pobre hidalgo manchego, celador de honra y justicia, loco apasionado, inventor de gigantes, puesto en tal lugar, en este Palacio de Queluz que leyó el rocaille a la portuguesa y el neoclásico a la francesa y más erró que acertó. Hay grandes abusos. El desgraciado Quijote, que comía poco por necesidad y vocación, y de castidades forzadas padecía más de la cuenta, fue a la fuerza metido en una corte en la que había una reina que no quería saber nada de continencias y un rey que las hacía, y muchas, al faisán y a la pezuña de puerco en adobo. Si es verdad que nació aquí don Pedro, y si en él hubo, aparte de intereses familiares y dinásticos que convenía asegurar, un amor real a la libertad, entonces Don Quijote de la Mancha hizo cuanto pudo para vengarse de la afrenta de que lo pintaran en estas paredes. Molido a palos, apoyando los mortificados brazos para alzar el tronco, casi turbios los ojos del desmayo del que salió o en el que va a caer, oye al niño en sus primeros gritos y le dice en la buena lengua cervantina que el viajero traduce: «Mira, zagal, si aquí me pusieron, a ver si no me avergüenzas en vida». Y si es cierto que aquí vino a morir don Pedro, el mismo Quijote, montado ahora en su caballo, como quien va a partir, y levantando el brazo en despedida, le habrá dicho en el último instante: «Bueno, hombre, no te has portado mal». De tal boca, y dirigidas a un simple rey, no se podrían esperar palabras más confortantes.

Dicen que es cosa buena

Aquí está el collar. El viajero lo prometió y lo cumple: apenas entrara en Lisboa, iría al Museo de Arqueología y Etnología en busca del mentado collar usado por el esclavo de los Lafetás. Se puede leer lo que dice: «Este negro es de Agostinho de Lafetá de Carvalhal de Óbidos». El viajero lo repite una y otra vez para que quede grabado en las memorias olvidadas. Este objeto, si es preciso darle un precio, vale millones y millones de millones, tanto como los Jerónimos, que está aquí al lado, la Torre de Belém, el palacio presidencial, todos los coches juntos y revueltos, y vale probablemente por toda la ciudad de Lisboa. Este collar es exactamente un collar, fíjense bien, y estuvo en el cuello de un hombre, le chupó el sudor, y tal vez algo de sangre también, de algún vergajazo que debía ir a los lomos y erró el camino. Agradece el viajero muy de corazón a quien recogió y no destruyó la prueba de un gran crimen. Con todo, una vez que no ha callado sugerencias por locas que parezcan, hará ahora una más, que sería la de colocar el collar del negro de Agostinho de Lafetá en una sala en la que nada más hubiera, sólo el collar, para que ningún visitante pudiera distraerse y decir luego que no lo vio.

Tiene el museo millares de piezas de las que no va a hablar el viajero. Todas tienen su historia propia, desde el paleolítico al siglo pasado, y es cada una de ellas una breve o prolongada lección. Al viajero le gustaría coger la pieza más antigua y seguir luego la historia hasta la más reciente. Quitando a algunos dioses conocidos y a otros tantos emperadores romanos, el resto es cosa menuda, anónima, sin rostro ni nombre. Hay una palabra para designar cada objeto, y el viajero descubre, estupefacto, que la historia de los hombres es, en definitiva, la historia de esos objetos y de las palabras que los nombran, y de los nexos existentes entre ellos y ellas, más los usos y los desusos, el cómo, el para qué, dónde y quién lo produjo. La historia así contada no conoce tropiezos de nombres, es la historia de los actos materiales, del pensamiento que los determina, de los actos que determinan el pensamiento. Sería bueno quedarse aquí e interrogar a esa cabra de bronce o a esta placa antropomórfica, a ese friso o a la cuadriga hallada en Óbidos, tan cerca de Carvalhal. Para demostración de que es posible, y es necesario, aproximar todas las cosas para entender cada una.

Sale el viajero a la calle, es un viajero perdido. ¿Adónde irá? ¿Qué lugares irá a visitar? ¿Qué otros lugares dejará de lado, por deliberación o por imposibilidad de verlo todo y hablar de todo? ¿Y qué es verlo todo? Tan legítimo sería atravesar el jardín e ir a ver los barcos en el río como entrar en el Monasterio de los Jerónimos. O incluso nada de eso, quedarse solo sentado en un banco o en el césped, gozando del espléndido y luminoso sol. Se dice que barco parado no hace viaje. Realmente no, pero se prepara para él. El viajero llena de buen aire el pecho, como quien iza velas para recoger el viento del mar abierto, y pone rumbo a los Jerónimos.

Hizo bien en usar lenguaje marinero. Aquí mismo, a la entrada, está, a mano izquierda, Vasco de Gama, que descubrió el camino para llegar a la India, y, a la derecha, la yacente estatua de Camões, que descubrió el camino para llegar a Portugal. De éste no están los huesos, ni se sabe dónde paran; de Vasco de Gama, estarán o no. Donde sí parece que hay algunos verdaderos es allá al fondo, a la derecha, en una capilla del transepto: ahí están (¿estarán?) los restos de don Sebastián, de quien ya otras veces se ha hablado en este relato. Y de sepulcros no hablemos más: el Monasterio de los Jerónimos es una maravilla de arquitectura, no una necrópolis.

Trabajaron mucho los arquitectos del manuelino. Nunca hicieron nada más perfecto que esta bóveda de la nave ni nada tan osado como el transepto. El viajero está maravillado. Tantas veces ha hecho profesión de fe en cierta rudeza natural de la piedra, y se rinde ahora ante esta decoración finísima que parece encaje imponderable, ante los pilares increíblemente delgados para la carga que soportan. Y reconoce el golpe de genio que fue dejar en cada pilar una sección de piedra desnuda de ornamento: el arquitecto, piensa el viajero, quiso rendir homenaje a la simplicidad primera del material, y al mismo tiempo introduce un elemento que viene a perturbar la pereza de la mirada y a estimularla.

Pero donde el viajero se entrega con armas, bagajes y banderas, es en la bóveda del transepto. Son veinticinco metros de altura, en un vano de veintinueve por diecinueve metros. No hay aquí pilar o columna que ampare la enorme masa de la bóveda, lanzada en un solo vuelo. Como un enorme casco de barco puesto del revés, esta panza vertiginosa muestra el esqueleto, cubre con sus obras vivas el asombro del viajero, que está si me arrodillo o si no me arrodillo para alabar aquí mismo a quien tanta maravilla concibió y construyó. Recorre otra vez la nave, otra vez lo arrebatan los fustes esbeltos de los pilares que en lo alto reciben o hacen nacer las nervaduras de la bóveda como palmeras. Deambula de un lado a otro, entre turistas que hablan la mitad de las lenguas del mundo, y entretanto hay una boda, echa el cura el sermón de costumbre, todo el mundo está contento, ojalá sean felices y tengan todos los hijos que quieran, pero no se olviden de enseñarles a saborear la belleza de estas bóvedas en que los padres apenas habían reparado.

El claustro es bellísimo, pero no arrebata al viajero, que en claustros tiene ideas muy firmes. Reconoce su belleza, pero lo encuentra de excesivo ornamento, sobrecargado, aunque cree saber descubrir, bajo esa capa ornamental, la armonía de la estructura, el equilibrio de las grandes masas, al mismo tiempo reforzadas y leves. Con todo, no es ésta la pasión del viajero. Su corazón está dividido entre algunos claustros de los que ya ha hablado. Aquí, sólo sintió placer en los ojos.

El viajero no ha hablado de los portales, el del sur, que da al río, y el otro, vuelto hacia poniente, en el eje de la iglesia. Son, ambos, hermosos, trabajados como una filigrana, pero a pesar de ser el primero más aparatoso, al poder desarrollarse en toda la altura de la fachada, van sus preferencias para el otro, tal vez por las magníficas estatuas de don Manuel y de doña María, obra de Chanterenne, pero más probablemente por la unión de elementos decorativos predominantemente góticos y renacentistas, prácticamente sin ningún aprovechamiento del vocabulario manuelino. O será quizá otra manifestación del ya demostrado gusto del viajero por lo más simple y riguroso. Puede muy bien ser. Vendrá quien tenga otro gusto, afortunadamente para ambos.

Situado ahora entre el Museo da Marinha y el Museo de Coches, entre algunos medios de navegar en las aguas y otros de ser transportado por tierra, el viajero decide ir a la Torre de Belém. Un poeta dijo, en hora de rima fácil y desencanto patrio, que sólo esto hicimos bien: torres de Belém. El viajero no es de la misma opinión. Ha viajado bastante para saber que muchas otras cosas hicimos, y bien hechas, y ahora mismo viene de ver las bóvedas de los Jerónimos. Supone que Carlos Queirós no las vio, o desahogó en la torre la dificultad de encontrar rima consonante con monasterio. En todo caso, no ve el viajero qué utilidad militar podía tener esta obra de joyería, con su maravilloso mirador vuelto hacia el Tajo, lugar de más excelencia para asistir a desfiles náuticos que para orientar el alza de los cañones. Que conste, la torre nunca entró en batalla formal. Por suerte. Imaginen los destrozos que causarían en este encaje de piedra las bombardas quinientistas o las palanquetas. Así puede el viajero recorrer las salas sobrepuestas, ir a las altas garitas, asomarse al balcón del río y sentir mucha pena al no verse a sí mismo asomando en tan hermoso lugar, y descender al fin a lo más hondo, donde hubo hasta presos. Es maña del hombre: no puede ver un agujero lóbrego sin pensar en meter en él a otro hombre.

No estuvo el viajero mucho tiempo en el Museo da Marinha, y menos en el de Coches. Los barcos fuera del agua lo entristecen, los carruajes de pompa y circunstancia lo irritan. Y, al menos, los barcos, loados sean, pueden ser reconducidos a las aguas del río y hacer buena figura, mientras que los coches serían cosa ridícula de ver, bamboleándose grotescos por calles y autopistas, torpes tortugas que acabarían perdiendo en el camino patas y caparazón.

Por varias razones buenas y otras aún mejores (sacudir del espíritu las telarañas), el viajero fue al Museo de Arte Popular. Es un descanso. Y es, también, una y muchas interrogaciones. Desde luego, el viajero dividiría esta colección en dos ramas, cada una de ellas susceptible de amplios desarrollos: la de Arte Popular propiamente dicho, y la del Trabajo, lo que no significaría tener que organizar dos museos, sino hacer más visibles las relaciones entre el trabajo y el arte, mostrar la compatibilización entre lo artístico y lo útil, entre el objeto y el placer sensorial. No es que un museo no sea una extraordinaria lección de belleza objetiva, pero padece del pecado original de ser una simple exposición para fines ideológicos nada simples, como fueron los que presidieron su creación y organización. Al viajero le gustan los museos, por nada de este mundo votaría su extinción en nombre de criterios quizá modernos, pero no se resignará nunca al catálogo neutro que toma al objeto en sí, lo define y encuadra entre otros objetos, radicalmente cortado el cordón umbilical que los vinculaba a su constructor y a su usuario. Un exvoto popular exige ser enmarcado en su respectivo encuadramiento social, ético y religioso; un rastrillo no se entiende sin el trabajo para el que fue hecho. Nuevas morales y nuevas técnicas van empujando todo este material hacia la arqueología, y ésta es sólo una razón más de las nuevas exigencias museológicas.

Ha hablado el viajero de una y muchas interrogaciones. Quede aquí sólo una: viviendo la sociedad portuguesa como vive una tan acentuada crisis de gusto (especialmente en arquitectura y escultura, en el objeto de uso corriente, en el ámbito urbano), no les haría ningún mal a los árbitros y responsables de esa corrupción estética general, y algún bien haría a los pocos que se sienten aún capaces de luchar contra la corriente que nos va asfixiando, el ir a pasar unas tardes al Museo de Arte Popular, mirando y reflexionando, procurando entender aquel mundo casi muerto y descubrir qué parte de su herencia debe ser transmitida al futuro para garantía de nuestra supervivencia cultural.

El viajero sigue a lo largo del río, tan diferente aquí de aquel senderillo de agua de Almourol, pero a su vez casi un arroyo comparado con la amplitud de enfrente de Sacavém, y tras lanzar miradas complacidas al puente hoy llamado del 25 de abril (antes tuvo el nombre de un hipócrita que hasta última hora fingió no saber cómo se iba a llamar la obra), sube las escaleras de la Rocha do Conde de Óbidos, para ir al Museo de Arte Antiga. Antes de entrar se solaza contemplando los barcos amarrados, la rigurosa confusión de los cascos y de los mástiles, de las chimeneas y de las grúas, de los guindastes y de las flámulas, y, siendo ya noche, volverá para deslumbrarse con las luces e intentar adivinar el significado de los sonidos metálicos que suenan bruscamente y se amplían en la resonancia de las aguas oscuras. El viajero lo saborea todo con sus veinte sentidos, y encuentra aún que son pocos, aunque sea capaz, por ejemplo, y por eso se contenta con los cinco que trajo al nacer, de oír lo que ve, de ver lo que oye, oler lo que siente en las puntas de los dedos y saborear en la lengua la sal que en este momento exacto está oyendo y viendo en la ola que viene del mar abierto. Desde lo alto de la Rocha do Conde de Óbidos el viajero aplaude a la vida. Para él, el más bello cuadro del mundo está en Siena, en Italia.

Es un pequeño paisaje de Ambrogio Lorenzetti, con poco más de un palmo en su dimensión mayor. Pero el viajero, en estas cosas, no es exclusivista. Sabe muy bien que no faltan por ahí otros cuadros que son también los más bellos del mundo. El Museo de Arte Antiga, por ejemplo, tiene uno: los Paneles de San Vicente de Fora, e incluso otro: las Tentaciones de San Antonio. Y tal vez lo sea también el Martirio de San Sebastián, de Gregorio Lopes. O el Descendimiento de la Cruz, de Bernardo Martorell. Cada visitante tiene derecho a elegir, a designar el más bello cuadro del mundo, aquel que en un momento dado, en un determinado lugar, pone por encima de todos los otros. Este museo, que debería tener el mucho más hermoso nombre de Museu das Janelas Verdes, que es el de la calle donde está, no goza de fama y provecho de particularmente rico entre sus pares de Europa. Pero, aprovechado todo él, daría largo pasto a las hambres estéticas de la capital y lugares próximos. Sin hablar ya de las aventuras a las que se abriría la parte extranjera de la pinacoteca, se contenta el viajero, en las salas de pintura portuguesa del siglo XVI, con delinear, para su gozo propio, los caminos de la representación humana o animal, del paisaje, del objeto, de la arquitectura real o inventada, de la flora, natural o preciosamente alterada, del vestido común o de corte, y ese otro que se abandona a la fantasía o copia modelos extranjeros.

Y, volviendo atrás, sean de Nuno Gonçalves o no, estos paneles deletrean trazo por trazo la portuguesa humanidad que en el friso superior de retratos se muestra, tan fuertes de expresión que no los puede apagar la valorización mayor de las primeras figuras, reales, hidalgas o eclesiásticas. Ha sido fácil ejercicio colocar lado a lado estas imágenes y otras de gente de hoy viva: por este país adelante no faltan hermanos gemelos de estos hombres. Pero, pese a los fáciles ejercicios de nacionalismo que derivaron de tal confrontación, no encontramos en Portugal la manera de hacer evidente, en el plano profundo, la semejanza fisonómica. En un punto dado de la historia, el portugués dejó de reconocerse en el espejo que estos paneles son. Claro que el viajero no está refiriéndose a las formas de culto aquí expresadas ni a proyectos de descubrimientos nuevos que eventualmente inspirarían los paneles. El viajero junta estas pinturas a las cosas que vio en el Museo de Arte Popular, y cree que queda así mejor explicado su pensamiento.

No se describe el Louvre de París, ni la Galería Nacional de Londres, ni los Oficios de Florencia, ni el Vaticano, ni el Prado de Madrid, ni la Galería de Dresde. Tampoco se describe el Museu das Janelas Verdes. Es lo que tenemos, y lo tenemos bueno. El viajero es habitual visitante, tiene la buena costumbre de ver una sala cada vez, quedarse allí una hora, y salir luego. Recomienda el método. Una comida de treinta platos no alimenta treinta veces más que una comida de un plato solo; mirar cien cuadros puede destruir el provecho y el placer que uno de ellos daría. Excepto en lo que toque a la organización del espacio, las aritméticas tienen poco que ver con el arte.

Hace buen tiempo en Lisboa. Por esta calle se baja al jardín de Santos-o-Velho, donde una contrahecha estatua de Ramalho Ortigão[17] se difumina entre verdor. El río se esconde por detrás de una hilera de barracones, pero se adivina. Y después del Cais do Sodré se desahoga completamente para meterse en el Terreiro do Paço. Ésta es una bellísima plaza con la que nunca supimos muy bien qué hacer. De oficinas y despachos de gobierno ya poco queda, estos caserones pombalianos se adaptaban mal a las nuevas concepciones de los paraísos burocráticos. En cuanto a la plaza, ahora parque de automóviles, ahora desierto lunar, le faltan sombras, resguardos, focos que atraigan el encuentro y la conversación. Plaza real, allí en aquel rincón fue muerto un rey, pero el pueblo no la tomó para sí, excepto en momentos de exaltación política, siempre de corta duración. El Terreiro do Paço sigue siendo propiedad de don José. Uno de los más apagados reyes que en Portugal reinaron, mira, en estatua, un río que nunca le debió de gustar y que es mayor que él.

El viajero sube por una de estas calles comerciales, con tiendas en todas las puertas y bancos que tiendas son, y va imaginando qué Lisboa habría en este lugar si no hubiera sido por el terremoto. ¿Qué fue lo que se perdió, desde el punto de vista urbanístico? ¿Qué fue lo que se ganó? Se perdió un centro histórico, se ganó otro que, por fuerza del tiempo pasado, histórico se ha vuelto. No vale la pena discutir con terremotos, ni el color que tenía la vaca de que fue ordeñada la leche que se derramó, pero el viajero, en su vago pensar, considera que la reconstrucción pombaliana fue un violento corte cultural del que la ciudad no se ha restablecido aún y que tiene continuidad en la confusa arquitectura que en mareas desajustadas se ha derramado por el espacio urbano. No anhela el viajero casas medievales o resurgencias manuelinas. Comprueba que esas y otras resurrecciones sólo fueron y son posibles gracias al traumatismo violento provocado por el terremoto. No cayeron sólo casas e iglesias, se quebró una ligazón cultural entre la ciudad y el pueblo que la habita.

Mejor se defiende el Rossío. Lugar confluyente y defluyente, no se abre francamente a la circulación, y es precisamente eso lo que retiene a los viandantes. El viajero compra un clavel a una de las floristas de la plaza y, dando la espalda al teatro al que se le niega el nombre de Almeida Garrett, sube y baja la rúa da Madalena para ir a la catedral. De camino se asustó con la ciclópea estatua ecuestre de don João I que está en la Plaza da Figueira, ejemplo acabado de un equívoco plástico que sólo raramente supimos resolver: casi siempre hay demasiado caballo y poco hombre. Machado de Castro explicó allá abajo, en el Terreiro do Paço, cómo se hace, pero pocos le entendieron.

A la catedral le faltó muy poco para no sobrevivir a los remiendos de los siglos XVII y XVIII, ulteriores al terremoto, unos sin prudencia ni gusto todos. Se rehabilitó felizmente la fachada, ahora con una bella dignidad en su estilo militar acastillado. No es ciertamente el más hermoso templo que en Portugal existe, pero el adjetivo se puede aplicar sin ningún favor al deambulatorio y a las capillas absidiales, magnífico conjunto para el que no se encuentra fácil paralelo. También la capilla de Bartolomeu Joanes, en gótico francés, merece atención. Y hay que hacer referencia al triforio, arquería tan armoniosa que quedan prendidos los ojos en ella. Y si el visitante padece del mal romántico, ahí tiene el sepulcro de la Princesa Desconocida, conmovedor hasta la lágrima. Admirables son también los sepulcros de Lopo Fernandes Pacheco y de su segunda mujer, María Villalobos.

No ha hablado hasta ahora el viajero del castillo de San Jorge. Visto desde aquí abajo, la vegetación casi lo esconde. Fortaleza de tantas y tan remotas luchas, desde romanos, visigodos y moros, hoy más parece un parque. El viajero duda de si lo prefiere así. Tiene en la memoria la grandeza de Marialva y de Monsanto, formidables ruinas, y aquí, pese a las restauraciones, que en un principio tendrían que reintegrar a la fortaleza en su recuerdo castrense, acaba por tener significado mayor el pavo real blanco que se pasea, el cisne que boga en el foso.

El mirador hace olvidar el castillo. Nadie creería que en aquella puerta murió aplastado Martim Moniz[18]. Es siempre así: se sacrifica a un hombre por el jardín de los otros.

No ha mostrado el viajero mucha afición al arte setecentista, cuyo mayor florón s el llamado ciclo joanino, abundante en talla y gran importador de producciones italianas, como en Mafra se vio. Parece de inmediato poco imaginativo, salvo si refinada lisonja fue beneficiar con nombres reales estilos artísticos en los que los dichos reyes no pusieron un dedo: tienen los británicos el isabelino y el Victoriano, tenemos nosotros el manuelino y el joanino, sólo por dar estos ejemplos. Muestra esto que los pueblos, o quienes por ellos hablan, aún no han logrado pasar sin padre ni madre, muy putativos en este caso. Pero, en fin, tenían los reyes la autoridad y el poder de disponer de los dineros del pueblo, y por vía de esta obsesión de paternidad le tenemos que agradecer a don João V, contento porque le naciera un heredero, la construcción de la iglesia do Menino-Deus. Se cree que la planta del edificio es del arquitecto João Antunes, hombre nada torpe en su arte, como se puede concluir viendo este magnífico edificio. No podía aquí faltar el gusto italiano, que en todo caso no logró borrar el sabor de la tierra, patente en la feliz introducción de los azulejos. La iglesia, con su nave octogonal, es de un equilibrio perfecto. Pero el viajero, cuando tenga tiempo, averiguará por qué se le dio a este templo el nombre nada común de iglesia del Niño Jesús: sospecha que anduvo por aquí una imposición de Su Majestad vinculando subliminalmente la consagración de la iglesia al hijo que acababa de nacerle. Don João V, por su conocida manía de grandezas, era hombre para eso.

El viajero no irá aún a Alfama. Primero tiene aquí la iglesia y el monasterio de San Vicente de Fora, construidos, ésa es la tradición, en los terrenos que ocuparon los cruzados alemanes y flamencos que echaron a Afonso Henriques la mano necesaria para conquistar Lisboa. Del monasterio que mandó construir entonces nuestro primer rey, no quedan vestigios: el edificio fue arrasado en tiempos de Felipe II, y en su lugar se levantó éste. Es una imponente masa arquitectónica, pautada por cierta frialdad de diseño, muy común en el manierismo. Manifiesta, con todo, una personalidad clara, aunque discreta, en la fachada. El interior es amplio, mayestático, rico en mosaicos y mármoles, y el altar, barroco de gran aparato, con sus fortísimas columnas y las grandes imágenes de santos que encargó João V. Pero en San Vicente de Fora deben verse sobre todo los paneles de azulejos de la portería, particularmente los que representan la toma de Lisboa y la toma de Santarém, convencionales en la distribución de las figuras, pero llenos de movimiento. Otros azulejos, en lienzos figurativos, decoran los claustros. El conjunto resulta algo frío, conventual en aquel sentido que el siglo XVIII definió y para siempre a él quedó ligado. El viajero no niega méritos a San Vicente de Fora, pero no siente conmovida ni una sola fibra del cuerpo y del espíritu. Será culpa suya, tal vez, o está comprometido con otras y más rudas vibraciones.

Ahora sí va el viajero a la Alfama, dispuesto a perderse en la segunda esquina y decidido a no preguntar el camino. Ésa es la mejor manera de conocer el barrio. Se corre el riesgo de perder cualquiera de los lugares electos (la casa de la Rua dos Cegos, la casa del Menino de Deus, o la del Largo Rodrigues de Freitas, la Calçadinha de São Miguel, la Rua da Regueira, el Beco das Cruzes, etcétera), pero, andando mucho, acabará pasando por allí, y entretanto ganó encontrarse mil y una veces con lo inesperado.

Alfama es un animal mitológico. Pretexto para sentimentalismos de variado color, sardina que muchos han querido arrimar a su ascua, no cierra caminos a quien allí entra, pero el viajero siente que le acompañan irónicas miradas. No son los rostros serios y cerrados de Barredo. Alfama está más habituada a la vida cosmopolita, entra en el juego si de él saca alguna ventaja, pero en el secreto de sus casas debe de reírse mucho de quien cree conocerla por haber ido allá una noche de San Antonio a comer arroz de cabidela. El viajero sigue por los callejones retorcidos, entre cuyas casas a uno y otro lado casi los hombros rozan, y allá arriba el cielo es una rendija entre los aleros apenas separados un palmo, o por estas inclinadas plazas cuyos desniveles ayudan a vencer dos o tres tramos de escalones, y ve que no faltan flores en las ventanas, jaulas y canarios dentro, pero el mal olor de las alcantarillas que se nota en la calle, se notará aún más dentro de las casas, en algunas de ellas el sol no ha entrado nunca, y éstas, al nivel de la calzada, sólo tienen por ventana el postigo abierto de la puerta. El viajero ha visto mucho mundo y mucha vida, y nunca le ha gustado encontrarse en la piel del turista que va, mira, hace que entiende, saca fotos y vuelve a su tierra diciendo que conoce Alfama, pero no sabe lo que Alfama es. Este viajero tiene que ser honrado. Ha ido a Alfama, pero no sabe lo que Alfama es. Con todo, no para de dar vueltas, de subir y bajar, y cuando se encuentra al fin en el Largo do Chafariz de Dentro, después de haberse perdido algunas veces como había decidido, siente ganas de penetrar otra vez en las sombrías callejas, en los callejones inquietantes, en las escaleras resbaladizas, y quedarse allá hasta que haya aprendido al menos las primeras palabras de este discurso inmenso de casas, de personas, de historias, de risas y de inevitables llantos. Animal mitológico por cuenta ajena, Alfama vive por su propia y difícil cuenta. Tiene horas de animal saludable, hay otras en las que se tumba en un rincón a lamerse las heridas que siglos de pobreza abrieron en sus carnes y que éste no encuentra manera de curar. Y aun así, estas casas tienen tejado. Por esos arrabales no se cerraron los ojos del viajero a lugares de habitar que ni tejado tienen, porque no llegan a ser casas.

Más allá está el Museo Militar, con su relleno de glorias, banderas y cañones. Es sitio para verlo con mucha atención, con espíritu sutil, para intentar encontrar en él lo civil que en todo está, en el bronce de esmeril, en el acero de la bayoneta, en la seda del estandarte, en el paño grueso del uniforme. El viajero cultiva la original idea de que todo lo civil puede ser militar, pero que es muy difícil ya que cualquier militar pueda ser civil. Hay desencuentros que tienen precisamente su raíz aquí. Dañina raíz, añadimos.

Este lado de la ciudad no tiene belleza. El viajero no se refiere al río, que ése, hasta afeado por los barracones, siempre encuentra un rayo de sol para devolverlo al cielo, pero sí a los edificios, los antiguos, que son como muros con ventanas, y los nuevos, que parecen copiados de sueños psiquiátricos. Menos mal que lleva el viajero la promesa del convento de la Madre de Dios.

Visto por fuera es un enorme paredón con una puerta manuelina en lo alto de media docena de escalones. Conviene saber que esta puerta es falsa. Se trata de un curioso caso en el que el arte copió al arte para recuperar la realidad, sin querer saber si había sido realidad que el arte copiado había copiado. Esto parece una charada o un trabalenguas, pero es la pura verdad. Cuando en 1872 se intentó reconstruir la fachada manuelina del convento de la Madre de Dios, el arquitecto fue al Retablo de Santa Auta, que está en el Museo da Arte Antiga, y copió de allí, trazo por trazo, sin más que prolongarlos, el portal por el que va entrando la procesión que lleva el relicario. Creyó João Maria Nepomuceno que la idea era tan buena como la del huevo de Colón, y tal vez lo fuera. Al fin y al cabo, también para reconstruir la Varsovia asolada por la guerra se recurrió a cuadros del setecentista veneciano Bernardo Bellotto, que residió en aquella ciudad. Fue Nepomuceno el precursor, y tonto sería si no aprovechara el abono documental que tenía a mano. Pero buena figura de tontos hacemos todos nosotros si al fin no era así el portal de la Madre de Dios.

Aunque los elementos decorativos que enriquecen tanto la iglesia como el coro alto y la sacristía sean de diferentes épocas (desde el siglo XVI al siglo XVIII), es probable que la impresión de unidad provenga en parte del esplendor dorado que lo envuelve todo, pero sería más exacto admitir que es, preferentemente, obra de alta calidad artística en conjunto. La generosidad de la iluminación, que no deja adormecido ningún relieve ni apagado ningún tono, contribuyó al sentimiento eufórico que el viajero experimenta. El viajero, que tanto ha protestado contra ciertos excesos de talla dorada cuando ahogan las arquitecturas, se descubre aquí rendido ante la rocaille de la sacristía, sin duda uno de los más perfectos ejemplos de cierto espíritu religioso al que, precisamente, solemos llamar de sacristía. Por mucho que se revistan las paredes de pías imágenes, la llamada sensual del mundo carga las molduras y los retablos de conchas, haces de plumas, volutas entrelazadas, guirnaldas, festones floridos. Para expresar lo divino, todo se cubre de oro, pero la vida exterior dilata la decoración hasta la turgescencia.

El coro alto es un escriño, un relicario. Para expresar lo inexpresable, el tallista emplea todas las recetas del estilo. El visitante se pierde en la profusión de las formas, desiste de utilizar analíticamente los ojos y se conforma con la impresión global, que no es síntesis, de un aturdimiento de los sentidos. Le apetece al viajero sentarse en la sillería para recuperar la sensación simple de la madera lisa, que el trabajo modelador del ebanista no bastó para eliminar.

En los claustros y en las salas que dan a ellos, está el Museo do Azulejo. Conviene aclarar que las piezas exhibidas son sólo una parte ínfima de las que están almacenadas a la espera de espacio y de dinero, pero, aun así, este museo es un precioso lugar, al que el viajero lamenta que no vengan, y si vienen de poco les aprovecha, aquellos que orientan el gusto de decorar. Hay un trabajo por hacer con relación al azulejo, y no se trata de un trabajo de rehabilitación, que no lo precisa, sino de entendimiento. De entendimiento portugués, añadámoslo, porque, realmente, tras haber sido despreciado durante gran parte de este siglo, el azulejo ha regresado con fuerza al revestimiento exterior de los edificios. Para general desgracia, añadamos otra vez. Quien esos azulejos diseña, no sabe lo que son los azulejos. Y, por lo visto, quien de responsabilidades didácticas se exorna y argumenta, no lo sabe tampoco.

El viajero vuelve sobre sus pasos, encuentra otra fuente en su camino, llamada de El-Rei, aunque no se sabe de qué rey se trata, porque en el reinado de Afonso II le hicieron obras, y en el de João V le pusieron los nueve caños que hoy tiene secos. Lo más probable es que el nombre sea resultado del furor consagratorio del Magnánimo. No queda mucho más de la antigua ciudad por estos lados: aquí está la Casa dos Bicos, modesta prima lejana del Palacio de los Diamantes de Ferrara, y, más allá, el pórtico de la Iglesia da Conceição Velha, manuelino bellísimo que el terremoto no derrumbó.

A lo largo de las arcadas del Terreiro do Paço, piensa el viajero qué fácil sería animar estas galerías, organizando en determinados días de la semana o del mes pequeñas ferias de venta o cambio de sellos, por ejemplo, o de monedas, o exposiciones de pintura o dibujo, o instalando puestos de floristas, y estrujándose la sesera no faltarían otras y mejores ideas. Tal vez, poco a poco, resultara posible poblar este desierto que ni siquiera dunas de arena puede ofrecer. Los reconstructores de Lisboa nos dejaron esta plaza. O ya sabían que la íbamos a necesitar para estacionar los coches, o confiaron ingenuamente en nuestra imaginación. Que, como cualquiera puede comprobar, es nula. Tal vez porque el automóvil ha venido precisamente a ocupar el lugar que a esta imaginación correspondía.

El viajero ha oído decir que hay, en medio de esta calzada, un Museo llamado de Arte Contemporáneo. Como hombre de buena fe, creyó en lo que oía, pero, respetando profundamente la verdad objetiva, declara que no cree lo que sus ojos ven. No es que al museo le falte mérito, que en algunos casos lo tiene, y grande, pero la prometida contemporaneidad lo fue, en general, de otros antiguos contemporáneos, no del viajero, que tampoco es tan viejo. Son excelentes los Columbanos, y si otros nombres no se apuntan, no es por menosprecio, sino para significar de modo indirecto que, o este museo toma camino de saber lo que quiere, o responderá del agravamiento de algunas confusiones estéticas nacionales. No se refiere el viajero a críticos y artistas en general, que ésos, obviamente, no dudan de lo que saben y son, sino al público, que entra aquí desamparado y sale perdido.

Para descansar y recomponerse del museo, el viajero fue al Bairro Alto. Quien nada más tiene que hacer, se dedica a alimentar rivalidades entre este barrio y Alfama. Es tiempo perdido. Incluso pecando de exageración, como siempre que se hacen afirmaciones perentorias, el viajero dirá que son radicalmente diferentes los dos. No es caso de sugerir si es mejor éste o aquél, pues se acabaría concluyendo qué quiere decir ser mejor en materia de estas comparaciones; sí es verdad que Alfama y Bairro Alto son antípodas el uno del otro, en su estilo, en su lenguaje, en el modo de cruzar la calle y asomarse a la ventana, en cierta altivez que hay en Alfama y que el Bairro Alto transformó en desafuero. Con perdón de quien allá viva y de desaforado nada tenga.

La iglesia de San Roque queda cerca. Viéndole la cara, poco daríamos por ella. Dentro, es un salón suntuoso en el que, en modesta opinión del viajero, resultará difícil hablarle de pobreza a Dios. Véase la capilla de San Juan Bautista, que el infalible don João V encargó a Italia. Es una joya de jaspe y bronce, de mosaico y mármoles, cosa que resulta muy poco propia para el furibundo precursor que predicaba en el desierto, comía saltamontes y bautizó a Cristo con agua corriente de un río. Pero, en fin, pasan los tiempos, cambian los gustos, y don João V tenía mucho dinero para gastar, como se concluye de la respuesta que dio cuando fueron a decirle que un carillón para Mafia costaba la astronómica cantidad de cuatrocientos mil reis: «No pensaba que fuera tan barato. Quiero dos». Es la iglesia de San Roque un lugar donde se podrá encontrar protector para cualquier circunstancia: pródiga en reliquias, tiene las efigies de casi toda la corte celestial en los dos aparatosos relicarios que flanquean la capilla mayor. Pero los santos no miran con ojos benevolentes al viajero. Tal vez en tiempo de ellos estos decires fueran tomados como herejías. Muy engañados están: hoy son modos de intentar entender.

Lisboa nunca gustó de ruinas. O las corrige con piedras nuevas, o las arrasa de una vez para construir edificios rentables. El Carmo es una excepción. La iglesia, en general, está como el terremoto la dejó. Se ha hablado algunas veces de restaurarla o reconstruirla. La reina María I fue la que más adelantó en la obra nueva, pero, o porque le faltaba dinero, o porque flaqueara la voluntad, el caso es que en poco quedaron los añadidos. Mejor así. Pero la iglesia, dedicada por Nuno Alvares Pereira a Nossa Senhora do Vencimento, ya había pasado y volvió a pasar por miserias varias después del terremoto: primero fue cementerio, luego vertedero público de basura y por fin caballeriza de la Guardia Municipal. Hasta siendo caballero Nuno Álvares, se le estremecerían los huesos al oír desde el más allá los relinchos y las coces de los animales. Sin contar con otros desacatos de necesidad.

En fin, hoy las ruinas son museo arqueológico. No particularmente rico en abundancia, pero sí en valor artístico e histórico. El viajero admira la pilastra visigótica y el sepulcro renacentista de Rui de Meneses, y otras piezas de las que no hará mención. Es un museo que da gusto por muchas razones, a las que el viajero añade otra que mucho precia: se ve la obra trabajada, la señal de las manos. Hay quien piensa como él, y eso le da el gran placer de sentirse acompañado: en dos grabados de 1745 hechos por Guilherme Debrie, se ve, en uno de ellos, la fachada del convento, y en el otro, un alzado lateral, y en ambos aparece Nuno Alvares Pereira en conversa palaciega con hidalgos y frailes. También allá está el cantero trabajando la piedra, teniendo a la vista regla y escuadra, que con eso se ponían en pie los conventos.

Está llegando el viajero al final de su vuelta por Lisboa. Vio mucho, y no vio casi nada. Quiso ver bien, y quizá haya visto mal. Éste es el peligro permanente de cualquier viaje. Sube por la Avenida da Liberdade, que tiene un lindo nombre, bueno para conservarlo y defenderlo, bordea el gigantesco plinto que soporta al marqués de Pombal y el león que simboliza el poder y la fuerza, aunque no falten espíritus maliciosos que insinúan que aquello es un número de domador de la fiera popular que ruge a los pies del hombre fuerte y ruge a su mandato. El viajero encuentra agradable el Parque Eduardo VIII (aquí está un topónimo que, sin escándalo de la Gran Bretaña, bien podía ser sustituido por otro más allegado a nuestro corazón), pero lo ve como al Terreiro do Paço, planicie abandonada que un viento ardiente escalda. Va al Museu Calouste Gulbenkian, que es, sin duda, ejemplo de museología al servicio de una colección no especializada, que, por eso mismo, permite una visión documentada, en nivel superior, de la evolución de la historia del arte.

El viajero saldrá de Lisboa por el puente sobre el Tajo. Va hacia el sur. Ve los altos pilares, los arcos gigantescos del Acueducto das Aguas Livres sobre el río de Alcántara, y piensa qué largas y penosas deben de haber sido las sedes de Lisboa. De la sed de agua la curaron Claudio Gorgel do Amaral, procurador de la ciudad, que fue el de la iniciativa, y los arquitectos Manuel de Maia y Custodio José Vieira. Probablemente para acatar el gusto italiano de don João V, fue primero director de la obra, aunque por poco tiempo, Antonio Canevari. Pero quien construyó realmente las Aguas Livres, y las pagó con su dinero, fue el pueblo de Lisboa. Así lo reconocía la lápida escrita en latín, entonces colocada en el arco de la Rua das Amoreiras, y que rezaba así: «En el año de 1748, reinando el piadoso, feliz y magnánimo rey don João V, el Senado y el pueblo de Lisboa, a costa del mismo pueblo y con gran satisfacción de él, introdujo en la ciudad las Aguas Livres deseadas por espacio de dos siglos, y esto por medio de perseverante trabajo de veinte años arrasando y perforando cerros en una extensión de nueve mil pasos». Era lo mínimo que se podía decir, y ni el orgulloso João V se atrevió a negar la verdad.

No obstante, apenas veinticinco años después, por orden del marqués de Pombal se mandó picar la lápida «en término que no se conozca más la existencia de dichas inscripciones». Y en el lugar de la verdad fue autoritariamente colocado el engaño, el logro, el robo del esfuerzo popular. La nueva lápida, que el marqués aprobó, falsificaba así la historia: «Regulando don João V, el mejor de los reyes, el bien público de Portugal, fueron introducidas en la ciudad, por acueductos solidísimos que durarán eternamente, y que forman un giro de nueve mil pasos, aguas salubérrimas, haciéndose esta obra con tolerable gasto público y sincero aplauso de todos. Año de 1748». Se falsificó todo, hasta la fecha. El viajero está convencido de que fue el peso de esta lápida lo que hizo caer a José de Carvalho e Melo en el infierno.»

Notas delViajante

“Viajar por Lisboa es, además, subir a lo alto, cerca del cielo, mucho más arriba de lo que me permitía mi ciruelo, para contemplar una de las ciudades más bellas del mundo.”

Lisboa, Sintra y Cascais

Lisboa, Sintra y Cascais

“Recuerdo las ciudades donde estuve en colores. Siempre hay un color que se impone sobre otros. En mi recuerdo, Obidos es azul, Sintra dorada, Lisboa terracota. Es que esta ciudad, que alguna vez se llamó Ulissipo, tiene entre muchos encantos la cualidad de que se puede mirar desde lo alto. Tal vez para quien vive allí, para quien sube y baja sus colinas todos los días, a pie o en tranvía, esto de mirar desde lo alto no sea novedad. Nos acostumbramos demasiado pronto a la belleza cotidiana, a la de cada día. En cambio para mí, que vivo en una ciudad absolutamente plana como lo es Buenos Aires, trepar a una colina y mirar sin obstáculo lo que se extiende bajo mis pies, es mágico, inolvidable y, en mi recuerdo, terracota. Porque ése es el color que le imprimen los tejados, uno junto al otro, sólo interrumpido por el verde de los árboles, el amarillo de una pared que se impone sobre otras paredes blancas, o el celeste del Tajo.
Quizás me siento tan a gusto en Lisboa porque el techo de la casa de mi infancia era de teja portuguesa; así llamamos en Argentina a la teja curva que continúa a un lado en una superficie plana. De ese modo la diferenciamos de la teja francesa, de la española o de la flamenca. No sé cuántas cubrían mi casa, pero sí que cuando un tornado de viento y granizo arrasó mi pueblo, tumbó cientos de árboles y voló por los aires el techo de chapa de mi escuela, mi padre tuvo que cambiar trescientas tejas, un golpe duro al presupuesto familiar siempre muy ajustado. Burzaco, el pueblo de mi infancia, es tan llano como Buenos Aires, así que la única manera de mirar el tejado de mi casa desde arriba era subiéndome al ciruelo que estaba en el patio y que, aunque me permitía una perspectiva apenas más alta, me hacía sentir que me acercaba al cielo. Cuando tuve mi propia casa, me sugirieron que usara pizarra, una teja color gris oscura y plana que estaba a la moda en la arquitectura de esos años. Pero la belleza que cada uno elige tiene más relación con la emoción que con la moda, así que la de mi infancia se impuso y el tejado de la casa donde nacerían mis tres hijos también fue portugués.
Según algunas guías de viajeros, hay más de veinte miradores en Lisboa. En algunos ya había estado en visitas anteriores: Mirador de Santa Lucía y Mirador San Pedro de Alcántara. La ciudad vista desde lugares opuestos; desde Alfama mirar el Alto, desde el Alto mirar Alfama. Y luego recorrer calles de barrios bien distintos. No sé si cuando escribía Viaje a Portugal Saramago se habrá cruzado por el Alto con tantos artistas callejeros como los que hoy alegran a los viajeros a cambio de monedas. Ni si habrá sospechado la cantidad de tiendas de diseño que años después colmarían las calles del Alto hasta llegar al Jardín Botánico. Me imagino que cuando recorrió Alfama, cuando anduvo por esas callecitas que hoy nos conducen a la fundación que lleva su nombre, cuando bajó por las escaleras de San Miguel para meterse en el corazón del barrio, se habrá encontrado, como yo, con vecinos que se saludan al paso, con ropa tendida frente a las casas buscando el sol, con niños jugando entre risas y gritos. Pero sin dudas no habrá advertido la presencia impertinente de unos pequeños casilleros de metal con teclado numérico que hoy interrumpen la blancura de muchas de las paredes: el lugar previsto para que el dueño de esa vivienda deje las llaves a su inquilino temporario, tal como se convino por alguna aplicación. No sé si esos casilleros de metal tienen algún nombre específico, pero me hicieron recordar un párrafo de Saramago en Viaje a Portugal: 'Hay una palabra para designar cada objeto, y el viajante descubre, estupefacto, que la historia de los hombres es finalmente la historia de estos objetos y las palabras que los nombran, y de los nexos existentes entre ellos y ellas, más los usos y desusos, el cómo, el para qué, el dónde, y quién lo produjo'.
Así como volví a los dos miradores desde los cuales descubrí por primera vez mi Lisboa terracota, en este viaje descubrí dos que no conocía: Mirador Nuestra Señora del Monte, y Mirador de Gracia. El de la Señora del Monte es uno de los más altos de la ciudad; cuesta la subida, pero una vez allí no caben dudas de que valió la pena. Se levanta sobre los restos de una antigua ermita. A los viajeros que se atreven a trepar hasta allí, se les suman vendedoras de artesanías que balbucean un portugués recién aprendido y vendedores de cerámicas. Elegí un pajarito amarillo que con unas gotas de agua y soplando por las plumas de su cola emite su trino agudo y brillante. Desde allí bajé al mirador de Gracia, tal vez mi preferido para esperar el atardecer contemplando los restos de la Iglesia do Carmo, que no fue reconstruida para que siempre se recuerde el terremoto de 1755. La memoria frente al olvido. El sol que se apaga sobre el Tajo bañando de dorado mi ciudad terracota. Viajar es uno de los rostros de la felicidad, dijo Saramago. Viajar por Lisboa es, además, subir a lo alto, cerca del cielo, mucho más arriba de lo que me permitía mi ciruelo, para contemplar una de las ciudades más bellas del mundo.”
Claudia Piñeiro

Que visitar

Consejos paraLisboa, Sintra y Cascais

En el viaje revisitado de José Luís Peixoto, estos fueron algunos de los lugares destacados por su mirada y por su escritura.

Parque de Monserrate

Parque de Monserrate

“Tal vez los pájaros que planean a lo alto tengan la percepción más cierta del parque. O quizá sean los que, posados en el interior de las copas, participan del coro que llena la mañana, aquellos que mejor conocen este singular lugar. La mezcla de todas sus voces es comparable a la abundancia de especies de árboles, así como a la abigarrada mezcla de referencias estéticas que caracterizan la arquitectura y la decoración del palacio. Monserrate es una condensación del mundo, es multiplicidad y unidad.
Los gestos creadores de este paisaje son humanos, pero la exuberancia del parque sólo es posible porque la naturaleza lo permite. Entre el océano y la sierra, Sintra disfruta de un clima único. En las más de treinta hectáreas del parque, el relieve ofrece una diversidad de exposiciones al sol y de niveles de humedad. Por eso, hay árboles arraigados a esta tierra como si estuviesen en México o en Japón. Especies que pertenecerían a las antípodas unas de otras, respiran aquí los mismos aires.
Las ideas que dieron origen a este parque se remontan a la Inglaterra del siglo XVIII. Por aquel entonces, el romanticismo conocía el vigor de su novedad. Además de la naturaleza construida, hay otros caprichos que remiten a esa concepción, como las falsas ruinas de la capilla, hoy ocupadas por un enorme árbol del caucho. Esas paredes fueron construidas ya con el propósito de ser ruinas; así las imaginó Francis Cook, al concebir Monserrate. Antes, Lord Byron ya había visitado esta propiedad, cuya belleza cantaría en sus versos.”

José Luís Peixoto

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Best ofLisboa, Sintra y Cascais

“Déjese envolver por el encanto de las calles de Lisboa, donde el pasado se mezcla armoniosamente con el presente, creando una atmósfera mágica y acogedora. Explore los impresionantes palacios y exuberantes jardines de Sintra, donde la naturaleza se une al esplendor de la arquitectura. Y no olvide sentir la brisa marina y explorar la oferta cultural de Cascais. Prepárese para un viaje que despertará sus sentidos y dejará recuerdos imperecederos en su alma.”.
Alfama

Alfama

Es el barrio más antiguo de Lisboa, que respira tradición, en forma de fado, ginjinha (licor de guindas) y saludos entre vecinos. Recorriendo sus laberínticas callejuelas, entre casas de fachadas de colores y cuerdas de ropa tendida al sol, se descubre el pasado de la ciudad y se entrevé un futuro lleno de vida, de lo que da fe la apertura de nuevos negocios locales. Alfama sobrevivió al Gran Terremoto de 1755 y ha conservado su trazado medieval hasta nuestros días. Su tipicidad convida a pasear por patios escondidos, a disfrutar de vistas inspiradoras del Castillo de San Jorge, situado en lo alto de la colina, y a tomarse un respiro saboreando un café de sabor bien portugués.

Iglesia de San Roque

Iglesia de San Roque

El esplendor barroco en un templo religioso situado en pleno corazón de Lisboa, en el Largo Trindade Coelho. Se erigió a finales del siglo XVI, sobre el solar que ocupó una ermita consagrada a San Roque, santo protector contra la peste. Al atravesar su pórtico, es imposible no deslumbrarse ante su opulento interior, adornado con intrincadas tallas doradas e impresionantes frescos, organizado en torno a una única nave, con una capilla mayor y ocho capillas laterales. Entre sus curiosidades destacan la colección de reliquias de origen jesuita y la Capilla de San Juan Bautista, encargada por el rey João V, considerada una de las más caras del mundo. Tras la expulsión de la Compañía de Jesús del territorio portugués por carta regia, la Iglesia de San Roque y todos sus bienes pasaron a pertenecer a la Casa de la Misericordia de Lisboa.

Iglesia de San Roque
Librería Bertrand de Chiado

Librería Bertrand de Chiado

Situada en una calle cuyo nombre ya tiene inspiración literaria, la Rua Garrett, la Librería Bertrand del barrio de Chiado es la más antigua del mundo en funcionamiento, según el Guinness World Records. Con entrada por la puerta principal o por el Café Bertrand, dedicado a Fernando Pessoa, que fue inaugurado en 2017, en una lateral, la Rua Anchieta, las siete estancias en hilera que la componen aguardan una visita a sus repletas estanterías de madera. Aquilino Ribeiro, José Saramago, Eça de Queirós, Almada Negreiros, Alexandre Herculano y Sophia de Mello Breyner dan nombre a los pasillos y velan una extensa colección de libros, desde las obras clásicas a los bestsellers contemporáneos. Otras figuras de las letras, como Bocage o Alexandre Herculano y Ramalho Ortigão (los dos últimos pertenecientes a la famosa “Generación del 70”), eran habituales de este espacio, donde tenían tertulia. Una feria de libreros de viejo se reúne todos los sábados en el exterior.

Librería Bertrand de Chiado
Librería Bertrand de Chiado

MAAT – Museo de Arte, Arquitectura y Tecnología

MAAT – Museo de Arte, Arquitectura y Tecnología

Una intersección entre arte, arquitectura y tecnología en una institución cultural contemporánea, a la orilla del río Tajo, que sirve como telón de fondo. Inaugurado en 2016, desde entonces este museo ha acogido numerosas exposiciones innovadoras, presentando obras de vanguardia de artistas locales e internacionales, que, en ocasiones, se extienden incluso por el espacio exterior, como sucedió recientemente con el trabajo de Joana Vasconcelos. A destacar la inconfundible cubierta ondulada diseñada por Amanda Levete –donde puede disfrutarse de una inolvidable puesta de sol– y la estructura inspirada en el patrimonio marítimo de la ciudad y en la ondulación de las aguas del río. Un reto a zambullirse en un ambiente de creatividad, dejando que la inspiración nos sorprenda en cada nueva sala.

MAAT – Museo de Arte, Arquitectura y Tecnología
MAAT – Museo de Arte, Arquitectura y Tecnología

Gastronomía

Gastronomía

Deleitar el paladar con la gastronomía de Lisboa y de Sintra es permitir que cada degustación cuente una historia de tradición y de sabor. Desde los famosos pastéis de nata, convertidos en un icono de la repostería portuguesa, a los travesseiros (“almohadas”), rellenos con crema de almendra, pasando por las queijadas, deliciosas tartaletas de queso con un toque de canela, hay una variedad de recetas por descubrir, en espacios como la Casa São Miguel, en Alfama, o el Café Saudade, en la romántica villa de Sintra. Apreciados tanto por la población local como por los visitantes, estos manjares celebran la cultura y dan fe del patrimonio gastronómico nacional, siempre acompañados por un cafelito o una ginjinha.

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