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Por José LuísPeixoto
“Avanzamos por algunos de los caminos que imaginábamos en los múltiples puntos de observación de Guarda, y llegamos a Pinhel. Esta es aún la entrañable hospitalidad de la Beira Interior.”
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En 2001, el Premio Literario José Saramago fue atribuido a Nadie nos Mira, la primera novela de un autor con tan solo 27 años: José Luís Peixoto.
Desde entonces, ha escrito numerosos libros, que han sido objeto de incontables traducciones a las más diversas lenguas. El reconocimiento del público y de la crítica le ha consagrado como uno de los autores más destacados de la literatura portuguesa de nuestros días. “Contarme a mí mismo a través del otro y contar al otro a través de mí mismo, eso es la literatura.” Esta afirmación pertenece a la novela Autobiografía, una ficción protagonizada por José Saramago, a quien introduce como personaje en su propia obra, reconociendo así la huella que le había dejado el autor de Memorial del Convento.
En este Viaje a Portugal Revisited, José Luís Peixoto regresa a los caminos que recorrió José Saramago, aportando una mirada nueva, siempre atenta a lo que ha cambiado y a lo que permanece inalterado. Prestando especial atención al patrimonio, a la naturaleza y a la cultura, cada alto en el camino servirá como punto de partida hacia paisajes literarios que nos cuentan a nosotros mismos a través de Portugal.
Para escuchar a José Luís Peixoto leer un pasaje sobre Guarda, Pinhel y Cidadelhe, del capítulo “Brandas Beiras de pedra, paciência” del libro Viagem a Portugal, de José Saramago.
Blandas beiras de piedra, paciencia
El hombre que no olvidó
«(...) Llegar a Guarda pasada la una de la mañana, en un sábado, y en marzo, que es estación alta de nieve de la sierra, confiar en el patrono de los viajeros para que le tenga reservado un cuarto, es incompetencia rematada. Aquí le dijeron que no, más allá nadie vino a abrir, en otro sitio le dicen que ni se esfuerce en llamar al timbre. Volvió al primer hotel, cómo es posible, un edificio tan grande y no hay siquiera una habitación. Y no la había. El frío, allá fuera, erizaba la piel. El viajero podría haber pedido de limosna que le dejaran un sofá en la sala, a la espera de la mañana y de un cuarto libre, pero, como tiene su orgullo, pensó que esta grave imprevisión suya merecía castigo, y se quedó a dormir dentro del automóvil. No durmió. Envuelto en todo cuanto podía hacer las veces de ropa de abrigo, mordisqueando galletas para entretener el hambre nocturna y al menos calentar los dientes, se sintió la más mísera criatura del Universo durante las largas horas de su personal invierno polar. (…)
(...) Las coloca el viajero en su memoria al lado de las de Arouca, y, siguiendo a lo largo de este paseo, da con el museo y entra.
No faltan otros más ricos, mejor acondicionados, más obedientes a las reglas básicas de la museología. Pero, no dando para más el espacio, y siendo tan diversas las colecciones, le basta al viajero la virtud de lo que muestra, y esa virtud no es escasa. Véase esta Virgen de la Consolación, románica, del siglo XII, hecha de la misma piedra que el nicho que la cobija (aquí recuerda el viajero el San Nicolau que en Braga está), véase este barroco Salvador del Mundo, robusto y rubicundo, de amplia frente desguarnecida, sólo cubierto con un paño en las caderas y un corto manto rojo lanzado sobre él, véanse las cajas de limosnas para las almas del purgatorio, véase la pequeña y maciza Virgen coronada, con un Niño Jesús de rostro hecho a su imagen y semejanza, véase el tríptico seiscentista con San Antón, San Antonio y un obispo, véase la pintura de Fray Carlos, la. Adoración, que tiene a un lado una referencia al poblamiento de Açores, adonde el viajero no va a dejar de ir. Véase la magnífica colección de armas, las piezas romanas, otras lusitanas, los pesos y medidas, las tallas, y también algunas buenas pinturas de finales del siglo XIX y de éste en que estamos. Y también interesará ver reunidos aquí algunos recuerdos del poeta Augusto Gil, que en Guarda pasó su infancia. En fin, el Museo de Guarda merece de sobra una visita. Es casi familiar, tal vez por eso se le note el corazón.
Antes de ir a la catedral, decidió el viajero entrar en la iglesia de la Misericordia, pero había oficio religioso, y, en casos tales, es discreto. Salió, fue a San Vicente, donde pasó un rato largo contemplando los paneles de azulejos setecentistas que cubren la nave. No son ejemplares sus dibujos, o quizá es que abusan de una ejemplaridad convencional, pero los encuadres están bien imaginados, son monumentales los ornatos, sensible la utilización del color. La lentitud con que pudo apreciarlos debió de provocar la desconfianza de dos señoras de su casa y familia: lo miraron con escasa caridad, cosa que debió de molestar a San Vicente, a quien hasta un cuervo llevó pan cuando sufría trances de hambre.
Habiendo descendido hacia este lado, el viajero da unas vueltas por las callejuelas que llevan a la Plaza del Ayuntamiento, donde está la estatua de Sancho I. (...)
Ahí está al fin la catedral. El viajero comienza por verla del lado norte, con la amplia escalinata y el portal gótico florido, sobre el que se desarrollan los sucesivos planos que corresponden, ya dentro, a la nave lateral y a la nave central, con los arbotantes cayendo sobre los contrafuertes respectivos. Es maciza en su base, abierta en las obras altas, pero, cuando se encara de frente la fachada, lo que los ojos ven podría ser una fortificación militar, con torres que son castillos coronados por almenas denticuladas. Como todo el edificio, exceptuando la cabecera, está implantado en un espacio desahogado, se acentúa la impresión de magnitud. Al viajero empieza a gustarle Guarda.
Entra por la puerta del norte y lo envuelve de inmediato el amplio interior gótico. (...)
El viajero recorre lentamente las tres naves, mira dos altas ventanas o troneras cuya utilidad no ve, pero, estando la luz tan a favor, malo sería despreciarlas. No le apetece salir de aquí, tal vez porque se encuentra bien en esta soledad. Se sienta en un escalón de piedra, ve en escorzo los haces retorcidos de las columnas, medita sobre las artes de esta construcción, las nervaduras de las bóvedas, la descarga calculada de las partes altas, en fin, aprende allí su lección sin maestro. (...)
(...) De Cidadelhe a Pinhel hay veinticinco kilómetros, pero entonces era un camino de cabras, todo pedruscos.
(...)
El viajero vuelve a su cuarto. Extiende en la cama su gran mapa. Busca Pinhel, aquí está, y la carretera que se adentra por aquellas tierras. En un punto cualquiera de este espacio murió una niña de siete años, y entonces el viajero encuentra Cidadelhe, allá arriba, entre el río Coca y Massueime, es el fin del mundo, será el fin de la vida. Si no hay quien se acuerde.
Pan, queso y vino de Cidadelhe
Prima donna assoluta es la cantante de ópera que sólo hace principalísimos papeles, aquella que en los carteles ocupa siempre el primer lugar. En general, es caprichosa, impulsiva, inconstante. De esta también absoluta primavera que viene adelantada, confía el viajero que no traiga tales defectos, o que tarde los muestre. Por lo pronto, y como ventaja, lleva ya dos magníficos y luminosos días, el de ayer y el de hoy. Baja a lo largo del valle que empieza de inmediato, a la salida de Guarda hacia el sur, y sigue luego al par del río de Gaia. Es un paisaje amplio, de tierras cultivadas, verdeciente; en verdad, se está despidiendo el invierno.
Cerca de Belmonte está Centum Cellas o Centum Coeli, el más enigmático edificio de estos parajes portugueses. Nadie sabe para qué servía esta alta estructura de más de veinte metros: hay quien afirma que habrá sido templo, otros que fue prisión, u hostelería, o torre de campamento, o vigía. Para hospedería no se le ve motivo; para vigía bastaría una construcción más simple; prisión, sólo de avanzadas pedagogías, visto lo desahogado de puertas y ventanas; y templo, tal vez, pero el vicio está en que fácilmente damos el nombre de templo a cuanto no encaja en otro nombre mejor. Presiente el viajero que la solución estará en los terrenos circundantes, porque es de suponer que este edificio no habrá surgido aquí aisladamente, por una especie de capricho. Bajo estas tierras labradas se encontrará tal vez la respuesta, pero mientras no sea posible garantizar trabajo serio y metódico, dinero pronto y protección suficiente, es mejor dejar en paz a Centum Cellas. Ya se ha perdido demasiado en Portugal por incuria, por falta de espíritu de perseverancia, por falta de respeto.
Belmonte es la tierra de Pedro Álvares Cabral, aquel que en 1500 llegó al Brasil y cuyo retrato, en medallón, se dice que está en el claustro de los Jerónimos. Estará o no, que en esto de retratos de barba y yelmo no hay mucho que fiar, pero aquí en el castillo de Belmonte debió de haber jugado Pedro Álvares y aquí debió de aprender sus primeras habilidades de hombre, pues en este lugar están las ruinas de la que fue casa de su padre, Fernão Cabral. No debe de haber tenido mala vida este Pedro Álvares: a juzgar por lo que queda, la casa era magnífica. El mismo calificativo merece la ventana manuelina geminada en las murallas que miran a poniente. Y los muros extensos, que protegen el gran espacio interior que el viajero desearía ver limpio y barrido. En alegres juegos andan por allí los chiquillos de la escuela primaria, y tanto juegan ellos como las dos maestras, casi de la misma edad. Al viajero le gusta ver estos cuadros felices y sale haciendo votos por que no se enfade la profesora morena ni se enfurezca la profesora rubia cuando uno de aquellos chiquillos no sepa cuánto son nueve veces siete.
Justo al lado, en un pequeño atrio, está la antigua iglesia parroquial. El viajero entra desprevenido y al dar tres pasos se detiene sofocado. Ésta es una de las más hermosas construcciones que ha visto. Decir que es románica y también gótica, de transición, será decirlo todo y no decir nada. Porque, aquí, lo que impresiona es el equilibrio de las masas, y después la desnudez de la piedra, sin aparejo, sólo ligadas las juntas irregulares. Es un cuerpo visto por dentro y más hermoso de lo que se espera al entrar. Se van los ojos de inmediato a la capilla formada por cuatro arcos, avanzada en relación al arco triunfal, sin cobertura, y dentro, adosado al muro, un grupo escultórico que representa la Virgen con Cristo muerto, él tendido sobre las rodillas de ella, volviendo hacia nosotros su cabeza barbada, la llaga entre las costillas, y ella sin mirar ya, ni siquiera a nosotros. Están sin duda muy repintadas las cabezas, pero la belleza del grupo, tallado en duro granito, alcanza un grado supremo. El viajero sufre en Belmonte una de las más profundas conmociones estéticas de su vida.
La Pietà es la más magnífica pieza que aquí existe. Pero no pueden escapar sin atención los capiteles de las columnas próximas, ni el arco de la capilla mayor, ni los frescos que en el fondo están. Y si el viajero soporta lo menor después de haber contemplado lo mayor, tiene en la sacristía una Santísima Trinidad con un Padre Eterno de ojos terriblemente abiertos, desorbitados, y en la nave unos sepulcros renacentistas, pero fríos, y un San Sebastián atlético y femenino, de largos cabellos caídos sobre los hombros y gesto de afectada elegancia. Vea toda esto, pero antes de salir colóquese otra vez ante la Pietà, guárdela bien en los ojos y en la memoria, porque obras así no se ven todos los días.
De Belmonte va el viajero a Sortelha por carreteras que no son buenas, y paisajes que son de admirar, Entrar en Sortelha es entrar en la Edad Media, y cuando dice esto el viajero no es en aquel sentido en que lo haría al entrar, por ejemplo, en la iglesia de Belmonte de donde viene. Lo que da carácter medieval a este aglomerado es la enormidad de las murallas que lo rodean, du espesor, y también la dureza de la calzada, las calles empinadas, y, encaramada sore piedras gigantescas, la ciudadela, último refugio de los sitiados, última y tal vez inútil esperanza. Si alguien venció las ciclópeas murallas de abajo, no va a desalentarse ante este castillete que parece un juego.
De Belmonte va el viajero a Sortelha por carreteras que no son buenas, y paisajes que son de admirar. Entrar en Sortelha es entrar en la Edad Media, y cuando dice esto el viajero no es en aquel sentido en que lo haría al entrar, por ejemplo, en la iglesia de Belmonte de donde viene. Lo que da carácter medieval a este aglomerado es la enormidad de las murallas que lo rodean, su espesor, y también la dureza de la calzada, las calles empinadas, y, encaramada sore piedras gigantescas, la ciudadela, último refugio de los sitiados, última y tal vez inútil esperanza. Si alguien venció las ciclópeas murallas de abajo, no va a desalentarse ante este castillete que parece un juego.
(...)
El viajero tiene un compromiso para esta tarde. Irá a Cidadelhe. Para ganar tiempo, almuerza en Sabugal, y, para no perderlo, nada más vio que el aspecto de una villa ruidosa que o va para la feria o viene de feriar. Sigue luego directo hasta Guarda, deja en el camino Pousafoles do Bispo, adonde hubiera querido ir para ver lo que queda de una tierra de herreros y contemplar la ventana manuelina que allí dicen que está. En fin, no se puede ver todo, sólo eso faltaba, tener este viajero mayores privilegios que otros que nunca hasta tan lejos pudieron venir. Quede Pousafoles do Bispo como símbolo de lo inalcanzable que a todos nos escapa. Pero el viajero se avergüenza de estas metafísicas cuando a sí mismo decide preguntarse qué cosas alcanzarán o no los descendientes de los herreros de Pousafoles. (...)
Queda dicho que entre Pinhel y Cidadelhe hay veinticinco kilómetros. Júntese a ellos cuarenta entre Guarda y Pinhel, y son sesenta y cinco, que dan para conversar mucho, y sabido es que nadie conversa más que dos personas que, habiéndose conocido hace muy poco, tienen que viajar juntas. Al poco rato ya se intercambian confidencias, ya se confían vidas más allá de lo que generalmente se cuenta, y entonces se descubre qué bien se entiende la gente por el solo hecho de hablar, cuando no se quiere que en el espíritu del otro queden sospechas de poca sinceridad, insoportables cuando se va en compañía. El viajero quedó amigo del camarero, oyó y habló, preguntó y respondió, hicieron ambos un viaje excelente. En Pêra do Moço hay un dolmen, y Guerra, sabiendo a lo que anda el viajero, se lo indicó. Pero este dolmen no es de los que el viajero aprecia, no tiene secretos ni misterio, está allí, al borde de la carretera, en medio de un campo cultivado, ni allá se acerca uno ni le apetece. Dólmenes ha visto el viajero, pero de ellos ya ni habla para no confundir sus recuerdos con los de aquél de Queimada en el que oyó latir un corazón. Creyó entones que era el suyo propio. Hoy, a tan gran distancia y con tantos días pasados, no tiene ya la seguridad.
Ha quedado atrás Pinhel, y después de Azevo lo que se ve es un gran desierto de montes, con tierras trabajadas hasta donde fue posible. Hay campos de cultivo, pequeños; las sembraduras de verde más intenso son las de centeno, las otras son de trigo. Y en las tierras bajas se cultiva la patata, las legumbres en general. Se practica una economía de subsistencia, se come lo que se siembra y planta.
Cidadelhe es el culo del mundo. Ahí está la aldea, casi en la punta de un peñasco cercado por dos ríos. El viajero para el coche, sale con su compañero. (…) Allí cerca está la ermita de San Sebastián, y al lado mismo está la escuela. Se entrega al guía, y si la primera visita ha de ser a la escuela, que lo sea. Son pocos los alumnos. La profesora explica lo que ya sabe el viajero: ha disminuido la población de la aldea, poco más hay de un centenar de habitantes. Una chiquilla mira fijamente al viajero: no es bonita, pero tiene la mirada más dulce del mundo. Y el viajero descubre que para aquí vinieron las viejas carteras escolares de su infancia, son restos y sobras venidos de la ciudad a Cidadelhe.
La ermita estaba cerrada y ahora está abierta. Sobre la puerta, bajo el alpende que defiende la entrada, hay una pintura manierista provinciana que representa el Calvario. Protegida de la lluvia y del sol, no le evita la cubierta los ultrajes del viento y del frío: milagro es que esté en tan buen estado. (…) “A este señor le gustaría ver el palio”. El viajero está atento a la pintura, pero nota, en el silencio que sigue, cierta tensión. Una de las mujeres responde: “El palio no puede ser. No está aquí. Lo llevaron a reparar”. El resto fueron murmullos, un conciliábulo apartado, sin gestos, que apenas se usan en estos lugares.
Entró el viajero en el pequeño templo, y se dio de frente con el San Sebastián más singular que hayan encontrado sus ojos. Se ve que fue encarnado hace poco tiempo, con la pintura barnizada, el tono rosáceo general, la sombra cenicienta de la barba rapada. Tiene una flecha clavada en pleno corazón, y sin embargo sonríe. Pero lo que asombra son las enormes orejas que este santo tiene, verdaderos abanicos, para usar la expresiva comparación popular. Grande es el poder de la fe si ante este santo, realmente cómico, consigue el creyente mantener la seriedad. Y es grande ese poder, porque, apenas abierta la puerta de la ermita, hay ya allí cuatro mujeres en oración. La única sonrisa sigue siendo la del santo.
Los cajetones del techo muestran episodios de la vida de Cristo, de excelente composición rústica. Si descontamos los efectos de la vejez, más visibles en algunas molduras, el estado general de las pinturas es bueno. Sólo requieren algún trabajo de consolidación, tratamiento que las proteja. (…)
El palio (lo sabía ya el viajero, y tuvo confirmación por boca de su compañero) es la gloria de Cidadelhe. Ir a Cidadelhe y no ver el palio sería como ir a Roma y no ver al papa. El viajero ya fue a Roma, no vio al papa, y no le importó demasiado. Pero lo de Cidadelhe le importa mucho. No obstante, lo que no tiene remedio, remediado está. Arriba los corazones.
La aldea es toda de piedra. De piedra son las casas, de piedra son las calles. Muchas de estas moradas están vacías, hay paredes derruidas. Donde vivieron personas crecen hierbajos. (…) El viajero se maravilla ante algunos dinteles esculpidos o con bajorrelieves decorativos: un ave posada en una cabeza de ángel alada, entre dos animales que pueden ser leones, perros o grifos sin alas, un árbol que cubre dos castillos, sobre una composición esquemática de lises y festones. El viajero está maravillado. Es en este momento cuando Guerra dice: “Vamos a ver al Ciudadano”. “¿Qué es eso?”, pregunta el viajero. Guerra no quiere explicárselo aún: “Venga conmigo”.
Van por callejuelas pedregosas; aquí, en esta casa que queda en el camino, vive una hermana de Guerra, su nombre es Laura, y está también el cuñado, limpiando la cuadra del ganado, tiene las manos sucias, por eso no se acerca y saluda con palabras y sonrisas. Pregunta Laura: “¿Ha visto el palio?”. De mala gana, y bien se ve, Guerra responde: “Lo están amañando. No se puede ver”. Se apartan los dos a un lado, es otro debate secreto. El viajero sonríe y piensa: “Aquí hay gato encerrado”. Y, cuando va subiendo en dirección a un campanario que de lejos se ve asomando sobre los rejados, nota que Laura se aleja rápidamente por otra calle, como quien lleva una misión que cumplir. Curioso caso.
“Aquí está el Ciudadano”, dice Guerra. El viajero ve un pequeño arco armado al lado del campanario, y, groseramente esculpida en relieve, una figura de hombre que tiene debajo una media esfera. En el otro pilar del arco, en grandes letras, se lee: “Año de 1656”. El viajero quiere saber más, y pregunta: “¿Qué figura es ésa?”. No se sabe. Generación tras generación, siempre le han llamado el Ciudadano, y siempre ha pertenecido a Cidadelhe. Es como un patrón laico, un dios tutelar encendidamente disputado entre el pueblo bajo (donde ahora está) y las Eiras, que es el pueblo de arriba, donde ha desembarcado el viajero. Hubo un tiempo en que las disputas verbales llegaron a lucha abierta, pero acabaron prevaleciendo las razones históricas, pues el Ciudadano tiene sus raíces en este lado de la aldea, El viajero medita en el singular amor que vincula a un pueblo tan carente de bienes materiales con una simple piedra, mal tallada, roída por el tiempo, una tosca figura humana en la que apenas se distinguen los brazos, y quedan confundidos sus pensamientos viendo que todo es fácil de entender si nos dejamos ir por los caminos esenciales, esta piedra, este hombre, este paisaje durísimo. Y piensa también que hay que ser escrupuloso con estas cosas sencillas, dejarlas ser y transformarse por sí, no empujarlas, estar simplemente con ellas, mirando a este Ciudadano y viendo la felicidad que hay en el rostro de este amigo nuevo que se llama José António Guerra, hombre que decidió guardar memoria de todo. “¿Qué se sabe de la historia del Ciudadano?”, preguntó el viajero. “Poco. Lo encontraron no se sabe cuándo, en unas piedras de por ahí (hace un gesto que apunta a las invisibles márgenes del Coa), y siempre ha pertenecido al pueblo.” “¿Y por qué le llaman el Ciudadano?” “No lo sé; tal vez por llamarse Cidadelhe la tierra.”
(...) Llegadas de no se sabe dónde, allí están tres de las mujeres añosas que hicieron coro en la ermita de San Sebastián, y, aunque sea su edad mucha, y castigada, ahora sonríen. Lo mejor de la iglesia de Cidadelhe es el techo, armado en cajetones, una fiesta edificante de pinturas que representan santos, con tratamiento más erudito que las del techo de San Sebastián. Desespera al viajero no saber quién pintó esto, qué hombre imaginativo vivió en esta iglesia, qué palabras se dijeron entre él y el cura, qué miradas fueron las del pueblo, que venía a ver cómo adelantaba el trabajo, qué oraciones se rezaron a esta corte celestial, y para qué. Va leyendo los nombres de los santos, y las viejas mujeres lo acompañan, y, como no saben leer, se quedan a veces asombradas por ser aquél el santo del nombre que conocían: “San Matías, Santa Elena, San Juan, San Jerónimo, San Antonio, Santa Teresa de Jesús, Santa Apolonia, San José”. Son quinientistas estas pinturas, precioso catálogo hagiológico, ojalá sean los santos bastante poderosos para protegerse a sí mismos.
Así debía ser el viaje. Estar, quedarse. El viajero se siente muy inquieto, se le ve en la cara. Sale con José António Guerra, sube con él hasta una elevación que es el punto más alto de Cidadelhe. Se oye cantar a los pájaros, los ojos van yendo por encima de los montes, cuánto mundo se puede ver desde aquí. “Desde pequeño me gustó esto”, dice el compañero. El viajero no responde. Está pensando en su propia infancia, en ésta su madura edad, en este pueblo y en estos pueblos, y se aleja. Cada uno está consigo mismo, y ambos con todo.
“Es hora de merendar”, dice Guerra. “Vamos a casa de mi hermana.” Bajan por el camino que antes subieron con, allá está el Ciudadano de centinela, y van primero a una bodega a beber un vaso de tinto claro, ácido, pero de uva franca, y suben luego los peldaños de la casa. Viene Laura al umbral: “Entre. Está en su casa”. La voz es blanda, el rostro sosegado, y no es posible que haya en el mundo más límpidos ojos. Hay en la mesa pan, vino y queso. El pan es una hogaza grande, redonda, para cortarla es preciso apoyarla contra el pecho, y con ese gesto se queda la harina pegada a la ropa, a la blusa oscura de la dueña de la casa, y ella la sacude sin pensar. Pero el viajero repara en todo, es su obligación, hasta cuando no entiende tiene que observar y decir. (…)
(...) Cuando se acerca a la ermita de San Sebastián, ve, con aire de quien espera, a aquellas mismas mujeres añosas, y con ellas a otras más jóvenes. “Es el palio”, dice Guerra. Las mujeres abren lentamente una caña, sacan de dentro algo envuelto en una toalla blanca, y todas juntas, cada cual haciendo su movimiento como 'si estuvieran ejecutando un ritual, lo desdoblan, y es como si no acabaran de desdoblar la gran pieza de terciopelo carmesí bordada en oro, plata y seda, con el amplio motivo central, opulento marco que rodea a la custodia erguida por dos ángeles, y alrededor flores, finos entrelazos, esferitas de estaño, un esplendor que no hay palabras capaces de describir. El viajero queda asombrado. Quiere ver mejor y pone las manos en la blandura incomparable del terciopelo, y en una cartela bordada lee: “Cidadelhe, 1707”. Éste es, en verdad, el tesoro que las mujeres de negro guardan y defienden celosamente, hasta cuando tanto les cuesta ya defender su vida.
De regreso a Guarda, cayendo la noche, dijo el viajero: “¿No estaban arreglando el palio?”. “No. Primero quisieron convencerse de que es usted una buena persona.” El viajero quedó contento porque en Cidadelhe encontraran que era buena persona, y aquella noche soñó con un palio.»
“Hasta por los tejados se distinguen los muchos solares que componen el centro de Guarda, caserones que conservan historias de generaciones, enredos de familias.”
“Ahora, parece que fue en un pasado sin fin, pero en aquel entonces ya existía un pasado aún más remoto. Se calcula que habrá sido a fines del siglo XIII, o a principios del siglo XIV, cuando los canteros alzaron las murallas que rodean la ciudad de Guarda. Las marcas cinceladas en los bloques de piedra eran una forma de identificar el trabajo de cada uno y, de esta forma, les permitía cobrar su salario. Hoy, esos símbolos grabados en el granito muestran que, por detrás de esta obra, había gente concreta. Un pasado de siglos deshumaniza, crea desconocimiento, desdibuja, pero aquellos pequeños trazos revelan vida cotidiana, la existencia de personas como nosotros.
Son piedras enormes de granito, sillares; reconforta saber que los trabajadores eran pagados por cargarlas, darles forma, integrarlas en esta construcción. La Torre de los Herreros se yergue sobre la puerta que queda de los principales accesos al núcleo de la ciudad medieval. Desde el siglo XVIII, cuenta con un nicho dedicado a Nuestro Señor de los Afligidos: demasiado moderno para los canteros que levantaron esta edificación, mientras que ya reviste interés histórico para nosotros.
También las escaleras están hechas de ese mismo granito que atraviesa el tiempo. Después de subirlas, somos recompensados con cielo, tejados y distancia. Estos antiguos límites de Guarda quedan ahora en su centro y, por eso, al mirar en torno, identificamos varias referencias de la ciudad. A lo lejos, nuestra vista alcanza paisajes que exceden en mucho esas fronteras, como es el caso de la Sierra de la Estrella o de los valles del Zêzere y del Côa. Pero, más cerca, tenemos a tiro de piedra la Iglesia de la Misericordia o, del otro lado, la torre de la Iglesia de San Vicente, o, del otro lado aún, la obligatoria Seo, sobresaliendo por encima del caserío. Más atrás, la Torre de Homenaje, ese sí, el punto más alto de esta ciudad tan alta.
Hasta por los tejados se distinguen los muchos solares que componen el centro de Guarda, caserones que conservan historias de generaciones, enredos de familias. Andando por esas calles, me topo con la imagen surrealista de dos hombres que cargan una cesta gigante, realizada por los vecinos de Gonçalo, un pueblo que mantiene una larga tradición en el trabajo de la vara y del mimbre. La cesta tiene la altura de esos hombres, que avanzan con cuidado por la acera y entran en un edificio. Los sigo hasta el patio interior del Museo de Guarda. Me explican que la enorme cesta servirá de escenario para una presentación que, dentro de poco, se realizará en este espacio. Al hilo de la charla, con paciencia, me cuentan también que, al correr de los años, este edificio, hoy museo, acogió un seminario, una oficina de hacienda, un cuartel de la guardia, una escuela y una cárcel. Imagino lo que habrá sido estar aquí en cada uno de esos tiempos, el mismo lugar siendo muchos lugares, y aprovecho para visitar dos exposiciones. Una de ellas muestra las fotografías que hizo José Saramago hace poco más de cuarenta años, cuando andaba por el país preparando el libro Viaje a Portugal. Con mi móvil, saco fotos de las fotografías de Saramago.
“Cuando me hube acomodado en mi vagón, y mientras esperaba a salir, volví a mirar a Guarda, encaramada en su montaña; esa Guarda que tantas veces atrajo mis miradas.” Estas son palabras de Miguel de Unamuno en las páginas de Por Tierras de Portugal y de España, de 1911. Al citarlas, evoco la conmoción que acompaña la despedida de esta ciudad, los rostros que nos recibieron, la simpatía que nos dedicaron.
No obstante, nos espera un viaje corto. Avanzamos por algunos de los caminos que imaginábamos en los múltiples puntos de observación de Guarda, y llegamos a Pinhel. Esta es aún la entrañable hospitalidad de la Beira Interior. En lo alto del Castillo de Pinhel, no quedan dudas tampoco de su arrebatador paisaje: Mêda de un lado, la Sierra de la Marofa y Figueira de Castelo Rodrigo del otro y, por detrás de Almeida, villa fortificada, una frontera que la mirada no distingue.
No hay realmente fin para este viaje. Después del último punto, más allá de las palabras, aún nos espera el inicio de muchos caminos en Pinhel: en el vino de esta tierra, en las intrincadas callejas del centro de la ciudad, y dentro del tiempo que aquí se preserva, historia desmedida, pasado de un enorme pasado, origen profundo.”
José Luís Peixoto
Que visitar
En el viaje revisitado de José Luís Peixoto, estos fueron algunos de los lugares destacados por su mirada y por su escritura.
“Los campos parecen infinitos porque, en todas las direcciones, no se ve otra cosa, y la vista se extiende en lontananza. Nuestra mirada se agiganta de tal modo en el paisaje que es como si dejásemos de poseer cuerpo, y existiéramos en el tamaño de esta mirada. Atravesamos la distancia con la facilidad de los pájaros, vuelos que no siempre acompañamos, pero que oímos, los cantos de los pájaros se revuelven en el aire, son como arrugas de transparencia o luz. Respiramos hondo.
Aquí arriba, se escucha la lucha del agua con el camino, la espuma del encuentro con las rocas, el río Côa en su curso puro, inalterado. El río no siente nuestras miradas, le basta con la compañía de estas enormes laderas, de toda la vida que lo rodea desde hace incalculables siglos. Los colores forman una coherencia que sugiere el mundo entero. ¿Cómo se imaginarán, los árboles que aquí han nacido, el resto del mundo? Tal vez los pájaros les traigan noticias de otros parajes. ¿Serán los árboles capaces de concebirlas? Nosotros, antes de llegar aquí, no éramos capaces de concebir realmente este lugar.
El cielo, siempre él, por encima de todo y, no obstante, siendo un cielo nuevo, como en el primer día de los tiempos. Y el granito macizo, y la sombra de las nubes flotando en la superficie de los taludes, y el viento, invisible o no, hinchiendo los oídos de un rugido. Hay una unidad inseparable en todo lo que vemos, escuchamos, sentimos. Formamos parte de esa existencia.”
José Luís Peixoto
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Situada en plena Plaza Luís de Camões, la catedral armoniza influencias de estilos manuelino y gótico. Su sobriedad pauta la vida y las costumbres de los vecinos y sorprende a los visitantes. Sus torres octogonales son el elemento más característico de su traza exterior, al tiempo que su interior conserva el monumental retablo de la capilla mayor, tallado en piedra caliza de Ançã.
Un espacio dedicado a Eduardo Lourenço, uno de los nombres insoslayables de la filosofía portuguesa, fallecido a finales de 2020, que invoca la cultura, la sapiencia y la reflexión en todo su esplendor. Expuestas con motivo del último Simposio Internacional de Arte Contemporáneo de Guarda, las esculturas contemporáneas en el bosque que la circunda dialogan con la naturaleza y se transmutan ante la mirada de los visitantes en este museo al aire libre.
Espacio dedicado a exposiciones, presentaciones y espectáculos, su arquitectura en Estilo Chão (es decir, Llano o Austero) se define bien por la sobriedad del claustro y el patio interiores, escenario propicio a los momentos de disfrute cultural que allí se desarrollan. Su programación es dinámica, lo que convierte este punto de interés de la ciudad en un núcleo de proyectos y actividades artísticas para los munícipes.
Ciudad halcón de la Beira Interior, Pinhel abraza a su castillo, un ejemplo único de la arquitectura manuelina en Portugal. Lienzos de muralla, dos torres que se alzan, cual aves de rapiña, en dirección al cielo, y seis puertas (Santiago, San Juan, Marruecos, Marialva, Alacavar y de la Villa) componen este monumento. Se recomienda mantener los ojos bien abiertos para observar los peculiares “matacanes” y las siglas gravadas en piedra, éstas últimas escenario de una experiencia de realidad virtual.
En la ciudad de las cinco efes (Forte, Farta, Fria, Fiel y Formosa, en portugués), no importa cuál sea la estación del año, el paladar es reconfortado. De los aperitivos al plato principal, sin olvidar la repostería, la tradición se sienta a la mesa. Imposible no degustar el típico queso de la Serra da Estrela, la variedad de embutidos y las cavacas de Pinhel (emparentadas con las roscas de aire salmantinas) o los bollos de aceite.
Bragança
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Guarda, Pinhel y Cidadelhe -